“Muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis ahora”
Consideremos que después de tantos siglos, tantos deseos y oraciones, el Mesías, al que ni los patriarcas ni los profetas vieron, «el Deseado de las naciones» (Ag 2,7 Vulg), el Deseo de las colinas eternas, nuestro Salvador, vino por fin: «nació, se nos dio por entero» (Is 9,5). El Hijo de Dios se hizo pequeño para darnos su grandeza; se nos entregó, con el fin de que nosotros nos entregáramos a él; vino a demostrarnos su amor, con el fin de que respondamos al suyo con el nuestro. Acojámoslo pues con afecto, amémoslo, recurramos a él en todas nuestras necesidades…
Jesús vino bajo la apariencia de un niño, para mostrarnos su gran deseo de colmarnos de sus bienes. Entonces «en él están encerrados todos los tesoros» (Col. 2,3); su Padre celeste «lo ha puesto todo en sus manos» (Jn 3,35; 13,3). ¿Deseamos la luz? Ha venido a alumbrarnos. ¿Deseamos más fortaleza, para resistir a nuestros enemigos? Vino a fortalecernos. ¿Deseamos el perdón y la salvación? Vino a perdonarnos y salvarnos. ¿Deseamos en fin el don supremo, el don del amor divino? Ha venido a abrasar nuestros corazones. Por todo esto se hizo niño: quiso mostrársenos en un estado muy pobre y muy humilde, para desterrar de nosotros todo temor y ganar mejor nuestro afecto… Todos los niños provocan el afecto de quien les ve; entonces ¿Quién no amará con gran ternura a un Dios hecho niño, alimentado con un poco de leche, tiritando de frío, pobre, despreciado, abandonado, lloroso y gimiente en un pesebre, sobre paja? Este espectáculo empujaba a san Francisco a exclamar: «¡Amemos al Niño de Belén!» Venid, cristianos, venid a adorar a un Dios hecho niño, que se ha hecho pobre por nosotros, un Dios todo amor, bajado del cielo para dársenos por entero.
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