«Inclinando la cabeza, entregó el espíritu»
Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Con razón dijo: «Está cumplido». Ha sonado ya la hora de llevar el mensaje de salvación a los espíritus que se encuentran en los abismos. Él vino efectivamente para establecer su señorío sobre vivos y muertos. Por nosotros soportó la misma muerte en la carne asunta, enteramente igual a la nuestra, él que por naturaleza, Dios como es, es la vida misma. Todo esto, lo ha querido él expresamente para destronar a los poderes abismales y preparar de este modo el retorno de la naturaleza humana a la vida verdadera, él primicia de todos los que han muerto y primogénito de toda criatura.
Inclinando la cabeza: es el gesto característico del que acaba de morir, cuando, al faltar el espíritu que mantiene unido a todo el cuerpo, los músculos y los nervios se relajan. Por eso, la expresión del evangelista no es del todo apropiada, aunque inmediatamente introduzca otra frase comúnmente utilizada, también ella, para indicar que uno ha muerto: entregó el espíritu.
Parece como si impulsado por una particular inspiración, el evangelista no haya dicho simplemente murió, sino entregó el espíritu. Es decir, entregó su espíritu en manos de Dios Padre, de acuerdo con lo que él mismo había dicho, si bien a través de la profética voz del salmista: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Y mientras tanto, la fuerza y el sentido de estas palabras constituían para nosotros el comienzo y el fundamento de una dichosa esperanza.
Debemos efectivamente creer que las almas de los santos, al salir del cuerpo, no sólo se confían a las manos del Padre amadísimo, Dios de bondad y de misericordia, sino que en la mayoría de los casos se apresuran al encuentro del Padre común y de nuestro Salvador Jesucristo, que nos despejó el camino. Ni es correcto pensar —como hacen los paganos—, que estas almas estén revoloteando en torno a sus tumbas, en espera de los sacrificios ofrecidos por los muertos, o bien que sean arrojadas, como las almas de los pecadores, en el lugar del inmenso suplicio, esto es, en el infierno.
Cristo entregó su alma en las manos del Padre, para que en ella y por ella logremos nosotros el comienzo de la luminosa esperanza, sintiendo y creyendo firmemente que, después de haber soportado la muerte de la carne, estaremos en las manos de Dios, en un estado de vida infinitamente mejor que el que teníamos mientras vivíamos en la carne. Por eso el Doctor de los gentiles escribe que es mucho mejor partir de este cuerpo para estar con Cristo.
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