«Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu...
Y después de ayunar cuarenta días, sintió hambre»
Esto es lo que tengo que deciros sobre el ayuno y lo que hay que observar para hacerlo bien. Lo primero es que vuestro ayuno ha de ser total y general, es decir, que hagáis ayunar a todos los miembros de vuestro cuerpo y todas las potencias de vuestra alma: llevando la vista baja, o al menos más que de ordinario; guardando más silencio, por lo menos más puntualmente que de costumbre; mortificando el oído y la lengua para no oír ni decir nada vano e inútil.
El entendimiento para no considerar sino cosas (que os lleven a devoción); la memoria, llenándola del recuerdo (de lo que nuestro Señor ha sufrido por vos); en fin, sujetando vuestra propia voluntad y vuestro espíritu propio. Si hacéis esto, vuestro ayuno será completo, interior y exterior, pues mortificaréis el cuerpo y el espíritu.
La segunda condición es que ni vuestro ayuno ni vuestras obras las hagáis para que las vean los hombres... ¡Cuántos hipócritas ponen caras tristes y no estiman como santos sino a los que están flacos. Qué locura! Como si la santidad consistiese en la delgadez. Pues Santo Tomás de Aquino no era delgado sino muy gordo... y era santo. Y otros muchos que no eran delgados, eran muy austeros y excelentes servidores de Dios.
Pero el mundo, que no mira sino lo externo, no tiene por santos sino a los pálidos y enflaquecidos. Ahí veis lo que es el espíritu humano: no considera más que las apariencias y todas sus obras las hace para aparecer ante los hombres; nuestro Señor no lo hace así, haced vuestro ayuno en secreto, para los ojos de vuestro Padre Celestial.
Y esta es la tercera condición, a saber, mirar a Dios y hacerlo todo para agradarle... Haced, hija mía, todas vuestras acciones y, por tanto, vuestro ayuno para complacer sólo a Dios, a quien sea el honor y la gloria por todos los siglos. Amén.
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