“Jesús extendió la mano y le tocó”
Un día en que Francisco se paseaba a caballo por la llanura cerca de Asís, en su camino encontró a un leproso. Ante este encuentro inesperado, le vino un sentimiento de intenso horror, mas, acordándose de la resolución que había hecho de vida perfecta y que, antes que nada, debía vencerse a sí mismo si quería llegar a ser “soldado de Cristo” (2Tm 2,3), saltó del caballo para abrazar al desgraciado. Éste, que alargaba su mano para recibir una limosna, recibió, junto con el dinero, un beso. Después Francisco volvió a subirse al caballo. Pero sintió ganas de mirar a su alrededor, y ya no vio más al leproso. Lleno de gozo y admiración, se puso a cantar alabanzas al Señor y, después de este acto de generosidad, hizo el propósito de no prolongar por más tiempo su estancia en aquel lugar. (...)
Se abandonó entonces, al espíritu de pobreza, al gusto por la humildad y a seguir los impulsos de vivir una piedad profunda. Siendo así que antes la sola vista de un leproso le sacudía interiormente de horror, desde aquel momento se puso a prestarles todos los servicios posibles con una despreocupación total de sí mismo, siempre humilde y muy humano; y todo ello lo hacía por Cristo crucificado el cual, según el profeta, le “estimamos leproso” (Is 53,3). A menudo los visitaba y les daba limosnas; después, movido por la compasión, besaba afectuosamente sus manos y su rostro. También a los mendigos, no quedándose contento con darles lo que tenía, hubiera querido darse él mismo y, cuando ya no le quedaba más dinero en la mano, les daba sus vestidos, descosiéndolos o, a veces, haciéndolos pedazos para repartírselos.
Por esta época peregrinó a Roma hasta el sepulcro del apóstol Pedro; cuando vio a los mendigos pululando por el atrio de la basílica, movido de compasión tanto como por el amor a la pobreza, escogió a uno de los más miserables, le propuso cambiar sus propios vestidos por los pingajos del mendigo y pasó todo el día en compañía de los pobres, y el alma llena de un gozo que no había conocido hasta entonces.
Se abandonó entonces, al espíritu de pobreza, al gusto por la humildad y a seguir los impulsos de vivir una piedad profunda. Siendo así que antes la sola vista de un leproso le sacudía interiormente de horror, desde aquel momento se puso a prestarles todos los servicios posibles con una despreocupación total de sí mismo, siempre humilde y muy humano; y todo ello lo hacía por Cristo crucificado el cual, según el profeta, le “estimamos leproso” (Is 53,3). A menudo los visitaba y les daba limosnas; después, movido por la compasión, besaba afectuosamente sus manos y su rostro. También a los mendigos, no quedándose contento con darles lo que tenía, hubiera querido darse él mismo y, cuando ya no le quedaba más dinero en la mano, les daba sus vestidos, descosiéndolos o, a veces, haciéndolos pedazos para repartírselos.
Por esta época peregrinó a Roma hasta el sepulcro del apóstol Pedro; cuando vio a los mendigos pululando por el atrio de la basílica, movido de compasión tanto como por el amor a la pobreza, escogió a uno de los más miserables, le propuso cambiar sus propios vestidos por los pingajos del mendigo y pasó todo el día en compañía de los pobres, y el alma llena de un gozo que no había conocido hasta entonces.
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