viernes, 20 de diciembre de 2019

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POST-SINODAL CHRISTIFIDELES LAICI SOBRE VOCACIÓN Y MISIÓN DE LOS LAICOS EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO



CAPÍTULO II
SARMIENTOS TODOS DE LA ÚNICA VID
La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia-Comunión




El Concilio y la eclesiología de comunión

19. Es ésta la idea central que, en el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha vuelto a proponer de sí misma. Nos lo ha recordado el Sínodo extraordinario de 1985, celebrado a los veinte años del evento conciliar: «La eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos del Concilio. La koinonia-comunión, fundada en la Sagrada Escritura, ha sido muy apreciada en la Iglesia antigua, y en las Iglesias orientales hasta nuestros días. Por esto el Concilio Vaticano II ha realizado un gran esfuerzo para que la Iglesia en cuanto comunión fuese comprendida con mayor claridad y concretamente traducida en la vida práctica. ¿Qué significa la compleja palabra "comunión"? Se trata fundamentalmente de la comunión con Dios por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esta comunión tiene lugar en la palabra de Dios y en los sacramentos. El Bautismo es la puerta y el fundamento de la comunión en la Iglesia. La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana (cf. Lumen gentium, 11). La comunión del cuerpo eucarístico de Cristo significa y produce, es decir edifica, la íntima comunión de todos los fieles en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf. 1 Co 10, 16 s.)»[53].

Poco después del Concilio, Pablo VI se dirigía a los fieles con estas palabras: «La Iglesia es una comunión. ¿Qué quiere decir en este caso comunión? Nos os remitimos al parágrafo del catecismo que habla sobre la sanctorum communionem, la comunión de los santos. Iglesia quiere decir comunión de los santos. Y comunión de los santos quiere decir una doble participación vital: la incorporación de los cristianos a la vida de Cristo, y la circulación de una idéntica caridad en todos los fieles, en este y en el otro mundo. Unión a Cristo y en Cristo; y unión entre los cristianos dentro la Iglesia»[54].

Las imágenes bíblicas con las que el Concilio ha querido introducirnos en la contemplación del misterio de la Iglesia, iluminan la realidad de la Iglesia-Comunión en su inseparable dimensión de comunión de los cristianos con Cristo, y de comunión de los cristianos entre sí. Son las imágenes del ovil, de la grey, de la vid, del edificio espiritual, de la ciudad santa[55]. Sobre todo es la imagen del cuerpo tal y como la presenta el apóstol Pablo, cuya doctrina reverbera fresca y atrayente en numerosas páginas del Concilio[56]. Éste, a su vez, inicia considerando la entera historia de la salvación, y vuelve a presentar la Iglesia como Pueblo de Dios: «Ha querido Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y sin ninguna relación entre ellos, sino constituyendo con ellos un pueblo que lo reconociese en la verdad y le sirviera santamente»[57]. Ya en sus primeras líneas, la constitución Lumen gentium compendia maravillosamente esta doctrina diciendo: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano»[58].

La realidad de la Iglesia-Comunión es entonces parte integrante, más aún, representa el contenido central del «misterio» o sea del designio divino de salvación de la humanidad. Por esto la comunión eclesial no puede ser captada adecuadamente cuando se la entiende como una simple realidad sociológica y psicológica. La Iglesia-Comunión es el pueblo «nuevo», el pueblo «mesiánico», el pueblo que «tiene a Cristo por Cabeza (...) como condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios (...) por ley el nuevo precepto de amar como el mismo Cristo nos ha amado (...) por fin el Reino de Dios (...) (y es) constituido por Cristo en comunión de vida, de caridad y de verdad»[59]. Los vínculos que unen a los miembros del nuevo Pueblo entre sí —y antes aún, con Cristo— no son aquellos de la «carne» y de la «sangre», sino aquellos del espíritu; más precisamente, aquellos del Espíritu Santo, que reciben todos los bautizados (cf. Jl 3, 1).

En efecto, aquel Espíritu que desde la eternidad abraza la única e indivisa Trinidad, aquel Espíritu que «en la plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4) unió indisolublemente la carne humana al Hijo de Dios, aquel mismo e idéntico Espíritu es, a lo largo de todas las generaciones cristianas, el inagotable manantial del que brota sin cesar la comunión en la Iglesia y de la Iglesia.


[53] II Asamb. Gen. Extraor. Sínodo de los Obispos (1985), Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi. Relatio finalis, II, C, 1.

[54] Pablo VI, Alocución de los miércoles (8 Junio 1966): Insegnamenti, IV (1966) 794.

[55] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 6.

[56] Cf. Ibid., 7 y passim.

[57] Ibid., 9.

[58] Ibid., 1.

[59] Ibid., 9.

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