Beato Pablo VI, papa 1963-1978 Exhortación sobre la alegría cristiana, l975
“Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.”
En este Año Santo nos os hemos invitado a cumplir, materialmente o en espíritu y por la intención, un peregrinaje a Roma, al corazón de la Iglesia católica. Con todo, es demasiado evidente que Roma no constituye el término de nuestro peregrinaje en el tiempo. Ninguna ciudad santa de aquí abajo es nuestra meta. Ésta está oculta más allá de este mundo, en el corazón del misterio de Dios, todavía invisible para nosotros... Para los apóstoles Pedro y Pablo, Roma ha sido este término, donde los santos han derramado su sangre como último testimonio.
La vocación de Roma estriba de los apóstoles; el ministerio que nos toca ejercer desde aquí es un servicio a favor de la Iglesia universal e incluso de toda la humanidad. Es un servicio irremplazable, ya que, según el beneplácito de su sabiduría, Dios colocó Roma, la ciudad de Pedro y de Pablo en el itinerario que conduce a la Ciudad Eterna, porque confió a Pedro las llaves del Reino de los cielos. Pedro unifica en su persona el colegio de todos los obispos. Lo que queda aquí en Roma, no por la voluntad del hombre, sino por una providencia libre y misericordiosa del Padre, del Hijo y del Espíritu, es la “solidez de Pedro”, como la define San León Magno: Pedro no cesa de ocupar su sede; conserva una participación plena en el ministerio de Cristo, Soberano Pontífice. La estabilidad propia de la piedra que él ha recibido de la piedra angular que es Cristo (1Cor 3,11), una vez establecido como Pedro-Piedra, (Mt 16,16) la transmite a todos sus sucesores.
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