«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo»
El santo Evangelio, como la Iglesia, no son sino paz. Comenzó por la paz y luego no predica sino paz: «Os doy la paz», dice el Salvador a sus Apóstoles, os doy mi Paz, os la doy como mi Padre me la da. Para decir: el mundo no da lo que promete, porque es engañador; lisonjea a los hombres, les promete mucho y al final no les da nada, mofándose así de los que ha engañado. Pero Yo no os prometo paz, sino que os la doy y no una paz cualquiera, sino como la he recibido de mi Padre, con la cual superaréis a todos vuestros enemigos y los venceréis...
En resumen, el Evangelio en casi todas sus partes no trata sino de la paz, y así como empieza por la paz, termina con la paz, para enseñarnos que es la herencia que el Señor Dios, nuestro Maestro, ha dejado a sus hijos, que estamos sujetos a la Santa Iglesia, nuestra Madre.
La verdadera arma de los cristianos es la paz. Con ella salen vencedores en todos los combates. Pero si faltase y no hubiese acuerdo entre el espíritu y el entendimiento, la memoria y la voluntad desfallecerían y todo estaría perdido indudablemente, y el hombre perecería.
Cuando el entendimiento se mantiene firme en la fe y lo que ella nos enseña o que nuestro Señor os dejó dicho, entonces hay una fuerza incomparable, por encima de la de la carne, que es pura debilidad comparada con aquélla.
Pero si el entendimiento escucha las razones que la carne le presenta para hacerle olvidar la atención que debe a las cosas divinas, a las verdades divinas, al punto está perdido.
Sólo se encuentra la paz entre los hijos de Dios y de la Iglesia, que viven según la voluntad divina en la observancia de los mandamientos.
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