«Os doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros como Yo os he amado»
Para demostrar que amamos al prójimo, tenemos que procurarle todo el bien que podamos, tanto para el alma como para el cuerpo, rezando por él y sirviéndole cordialmente cuando la ocasión se presente: porque amistad que sólo consiste en bellas palabras no es gran cosa, y eso no es amarse como nuestro Señor nos ha amado, ya que no se contentó con asegurarnos que nos amaba sino que fue más lejos, haciendo todo lo que hizo para demostrarnos su amor.
San Pablo, hablando de sus hijos tan queridos, decía: estoy dispuesto a dar mi vida por vosotros y a emplearme sin reserva para demostraros que os amo tiernamente.
Él quería decir: sí, estoy dispuesto a que hagan de mí cuanto quieran por y para vosotros. Así nos enseña que emplearse, es decir, dar la vida por el prójimo no es sino avenirse al gusto de los demás por ellos y para ellos; y esto lo aprendió de nuestro dulce Salvador sobre la cruz.
Este es el soberano grado de amor al prójimo al que los religiosos, las religiosas y nosotros, los consagrados al servicio de Dios [y todos los bautizados], estamos llamados.
Porque no basta ayudar al prójimo con lo que nos sobra; dice san Bernardo que tampoco basta el que nuestra persona tenga que sufrir por el prójimo, sino que hay que ir más allá, dejándole que nos mande y practicar la santa obediencia, y esto tanto como él quiera, sin resistirnos nunca.
Porque lo que hacemos por nuestra propia voluntad y elección, eso nos produce mucha satisfacción para nuestro amor propio; pero emplearse en lo que otros quieren y nosotros no, es el soberano grado de la abnegación.
Vale más sin comparación lo que se nos manda hacer que lo que hacemos por elección nuestra.
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