En Aljustrel, lugar cercano a Fátima, en Portugal, beata Jacinta Marto, la cual, siendo aún niña de tierna edad, aceptó con toda paciencia la grave enfermedad que le aquejaba y demostró siempre una gran devoción a la Santísima Virgen María.
La Iglesia ha meditado mucho antes de elevarla a la gloria de los altares, no porque tuviese ninguna duda sobre su vida cristalina, sino porque importantes teólogos buscaban ponerse de acuerdo sobre una cuestión de no poco peso: si a los 10 años no computa normalmente la virtud, cómo podrían vivirse en «grado heroico», como es necesario que ocurra en cualquier cristiano que sea propuesto para la veneración de los fieles como santo o beato. Al final toda duda se disipó, porque el buen Dios ha puesto más de una firma (los milagros, requeridos para elevar a cualquiera a los altares) sobre la santidad de esta niña. Sin embargo, su santidad no se le reconoce por haber experimentado seis apariciones de la Virgen, sino que como éstas le han ayudado a alacanzar la perfección cristiana, nosotros tenemos hoy la alegría de celebrar a la beata Jacinta Marto, una de los tres «videntes de Fátima», que el Papa ha elevado a la gloria de los altares junto a su hermanito Francisco el 13 de mayo del 2000.
Todo se inicia otro 13 de mayo de 83 años antes, cuando la Virgen se apareció por primera vez (Jacinta tiene sólo 7 años, porque nació el 11 de marzo de 1910), mientras pastoreaba con su hermano Francisco y su prima Lucía. Esta última (muerta el 13 de febrero de 2005, a los casi 98 años) declaró que Jacinta hasta ese día era una niña como cualquier otra: le gustaba jugar, como a todos los niños de esa edad, es un poco delicada, pone mala cara por nada y no se resigna fácilmente a perder, le encanta bailar y basta el sonido de un rudimentario pífano para hacer mover y girar su pequeño cuerpo.
La Virgen irrumpe en su vida y la cambia radicalmente: medita mucho sobre la eternidad del infierno y «toma en serio los sacrificios por la conversión de los pecadores»; se priva de la merienda para ayudar a los niños necesitados de dos familias; se enamora del Papa, a quien desea encontrar cara a cara; a menudo sorprende en la oración un arrebato de amor sin duda superior a su edad. Cualquier sufrimiento ofrecido por la conversión de los pecadores está siempre acompañado por un amor que se encuentra sólo en los grandes místicos.
El 23 de diciembre de 1918, 14 meses después de la última aparición, ella y Francisco se ven afectados por la "gripe española", pero mientras que el segundo se cura en pocos meses, para Jacinta se vuelve un calvario, ya que le sobreviene una pleuresía purulenta, que soporta y ofrece «para la conversión de los pecadores y para reparar los ultrajes que se realizan al Corazón Inmaculado de María». Se le pide un último gran sacrificio: separarse de los suyos, y sobre todo de su prima Lucía, para pasar un tiempo de recuperación en un hospital de Lisboa. Donde se prueba todo, incluso una cirugía sin anestesia para intentar arrancarla de la muerte, pero donde la Virgen viene serenamente a tomarla el 20 de febrero de 1920, como había prometido.
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