Reflexionando sobre los diversos silencios nos damos cuenta de que todo tipo de silencios exigen un esfuerzo arduo por parte nuestra con el fin de acallar ruidos y escuchar a Dios.
Reflexionemos ahora sobre el silencio del espíritu.
Una primera diferencia es que el silencio externo es un silencio “con”. Es decir, es un silencio que uno tiene que hacer “con” las realidades que nos rodean: silencio “con” las criaturas (o silencio de los sentidos) y silencio “con” las personas (o silencio de las palabras). Por su parte, el silencio interno es un silencio “en”. Es decir, es el silencio que tenemos que hacer al interno de nuestras facultades: hacer silencio “en” la memoria, “en” la imaginación, “en” la razón, y “en” la voluntad.En cambio el silencio del espíritu es un silencio “de”. Es decir, un silencio “de” las criaturas, “de” uno mismo, un silencio también “de” Dios. Pero, atentos, la diferencia no está en la preposición. La verdadera diferencia es mucho más profunda. En los silencios “con” y en los silencios “en” el que busca y hace silencio es uno mismo. En cambio, en el silencio del espíritu, es decir, los silencios “de”, quienes hacen silencio son las otras realidades. Las criaturas y las personas no me hablan; incluso yo mismo me hago silencio; aún más, Dios deja de hablarme, parecería que ha enmudecido. Y ¿qué hacer cuando nada ni nadie me habla?
Silencio del Espíritu
Ante todo hay que comprender que este silencio del espíritu podría escribirse con “E” mayúscula. Es decir, es el silencio que el Espíritu Santo produce en mí. Es una acción suya en mi vida, en mi alma. Es Dios quien provoca este silencio del espíritu. En consecuencia, nosotros no podemos hacer nada, excepto darme cuenta que es un silencio que proviene de Dios, que Él obra en mi espíritu y en mi alma. Por lo tanto, no tengo que evitar ese silencio, pues significaría rechazar algo que Dios me concede; ni tampoco buscarlo, pues supondría producir ruidos que me impedirían oír los silencios que Dios regala. El camino a seguir es acoger esos silencios que Dios me dona durante todo el tiempo que Él desee ofrecérmelos.
Hablemos del silencio “de” las criaturas. Es decir, aquel silencio que se hace presente en nuestro espíritu cuando las criaturas, permitidas por Dios, dejan de hablarme. La historia del Santo Job es una preciosísima exposición de este silencio de las criaturas.
El silencio de Job
La primera noticia que llega a Job es que las cosechas de sus campos se han quemado y que sus ganados han sido dispersados y robados por el enemigo. Job no hizo nada para perder sus riquezas, simplemente ellas dejaron de existir para él, se alejaron de él. Algo parecido experimentamos nosotros cuando el mal tiempo impide o desluce una fiesta preparada con anticipación, o nos chocan el coche y nos vemos impedidos para movernos por la ciudad, o cuando necesitamos llamar, el teléfono no tiene cobertura, o el ordenador se nos bloquea perdiendo información valiosa. No hemos hecho nada mal, y parecería que las criaturas se nos ponen en contra, que dejan de prestar el servicio para el que fueron adquiridos. ¿Por qué?, ¿por qué este silencio de las criaturas cuando tanto las necesitamos? Y no es una pretensión de avidez. Queremos su uso para el bien, para el servicio, para la caridad, para el apostolado. ¿Qué pretende Dios al permitir este silencio de las criaturas?
La razón del silencio del Espíritu
Cristo nos da respuesta al exponernos la parábola de quien recolectó una gran cosecha. En esta parábola Cristo no critica la gran cantidad de grano recogido, tampoco la prudencia en construir un gran lagar para conservar todo el grano que sobra. Cristo reprocha a ese buen hombre el andar preocupado por las criaturas y no preocuparse de Dios. Es decir, cuando Dios permite que las criaturas no me hablen es porque Él me quiere hablar para recordarme que esas criaturas son buenas pero no son Dios; que esas criatura me pueden llevar a Dios pero también Dios puede querer, Él mismo, hacerse presente en mi vida y hablarme. ¡Qué error sería llamar a las criaturas que se han alejado y no escuchar a Dios que me habla!
El segundo paquete de noticias que ofrecen a Job es que sus criados han muerto a manos de ladrones y que también sus hijos e hijas han muerto. Nuevamente, Job no cometió imprudencia alguna. En cambio, esas personas a las que él quería, por las que se ha entregado a su trabajo diario, desaparecen, dejan de hablar con él. Ese mismo dolor lo experimentamos nosotros cuando la enfermedad llama a la vida de nuestros seres queridos, cuando contemplamos la tristeza en sus ojos, cuando conocemos el mal que ellos han hecho. Y un silencio, silencio de impotencia se cierne sobre el amor que nuestro corazón profesa por ellos. Y nuestra alma se pregunta: ¿por qué?, ¿por qué ocurre esto?, ¿por qué la persona que tanto amo se me aleja a causa de la enfermedad o de la muerte?, ¿por qué a quien tanto he dado y enseñado ahora se comporta de un modo tan impropio e incoherente?
La respuesta de Cristo es clara, pero fuerte y dura: “¿quién es mi madre y mis hermanos?”. No, estas palabras no son expresión de un rechazo de María. Cristo nos está diciendo: María es una persona buena, pero no es Dios. Gracias a María, puedo ser lo que soy, el Hijo de Dios hecho carne y cumplir siempre su voluntad. Es decir, cuando las personas parecen enmudecer en mi interior, es Dios que quiere acercarse a mí para ser mi Padre, mi Madre, mi Hermano. ¡Qué pena sería que, por correr tras las personas que amo, no pudiera acoger a Dios como mi Padre, mi Hermano, mi Amigo que me ama!
En un tercer momento aparece el mal y la enfermedad en el cuerpo de Job. No fue a causa de ninguna imprudencia. Simplemente, un día el cuerpo deja de realizar sus funciones debidas. Las piernas no caminan con la agilidad que deben, el oído o la vista ya no ofrecen la audición y la visión para la que fueron creadas y donadas al cuerpo. Y un silencio, un silencio de incapacidad e inutilidad va rodeando el propio ser y actuar. Y vuelve la pregunta de siempre: ¿por qué?, ¿por qué el oído que fue hecho para oír no me trae sonidos?, ¿por qué la vista que me fue donada para ver no me permite distinguir ni reconocer personas y cosas? ¿Acaso soy responsable o causa del mal que padezco? ¿Por qué el cuerpo, habiendo sido creado para obrar y hacer el bien, ahora guarda silencio?
Soy tu fuerza
Y Cristo vuelve a responder con su claridad, en ocasiones algo incompresible para nuestra realidad humana. “Mas te vale entrar en el cielo manco o cojo que con las dos manos o los dos pies ser arrojado al fuego eterno”. Ciertamente estas palabras chocan si las pensamos dichas por un dios con mentalidad humana. Pero no. Todo lo contrario. Estas palabras fueron dichas por un hombre que es Dios. Él nos quiso decir: no te preocupes si te sientes débil a causa de ser manco o cojo; Yo, tu Dios, soy tu fortaleza. No te preocupes si tus ojos no ven; Yo, tu Dios, quiero ser tu luz. No te preocupes si tus oídos no te traen sonidos porque, Yo, tu Dios, quiero hablarte en el silencio de tu interior. Es necesario superar la tentación de aferrarnos al bien que los sentidos y facultades nos ofrecen, con el fin de dejar que Él sea la luz y la voz de la vida…, como será en el cielo.
Por último, Job a lo largo de su vida siempre encontró apoyo en sus amigos y en su esposa. En cambio, cuando más los necesita, incomprensiblemente se apartan de él. Él no les ha hecho nada malo. Se apartan a causa de las circunstancias que le han sucedido. También esta experiencia llega a nuestras vidas. La propia vocación, la familia, la congregación, los superiores, la misma Iglesia son realidades que siempre nos ayudan en nuestra vida. Pero, llegado un momento hacen silencio: ya no experimentamos lailusión por la propia vocación o sentimos que la congregación, los superiores o la familia, en vez de ser ayudas, se convierten en dificultades u obstáculos en nuestra relación con Dios. ¿Por qué?, ¿por qué las personas que deberían mostrarme y acercarme a Dios son los que me lo ocultan y apartan de Él?
Los apóstoles sufrieron la misma experiencia enriquecedora durante el episodio de la tempestad calmada. Cristo estaba con ellos; los apóstoles, angustiados por la situación de la barca en lucha contra la tempestad; Él guardaba silencio, no se preocupaba, les dejaba perecer bajo las olas. ¿Qué enseña Cristo en este episodio? Cristo pide a los apóstoles que hagan silencio de sus milagros para escuchar y fiarse solo de Él. ¡Cuántas veces creemos en el obrar de Dios, pero no tanto en Dios! La mayoría de las vece, si no reconocemos el obrar de Dios, no creemos en Él; y Dios hace silencio en su obrar para que solamente busquemos a Él.
Dios nos pide que reconozcamos todo lo bueno que hay en las realidades del mundo y en las personas, pero nos recuerda que todo lo bueno no es Dios, solamente nos lleva a Dios.
Fuente: la-oracion.com
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