Santoral del Día de la Semana XXXII
Del Común de pastores para un santo papa y del Común de doctores de la Iglesia. Salterio IV
Martes 10 de Noviembre
La sagacidad de León I, el éxito con que defendió la fe contra las herejías y su intervención ante Atila y Genserico, realzaron el prestigio de la Santa Sede y al Papa le valieron el título de «Magno». La posteridad sólo ha concedido ese título a otros dos Pontífices: san Gregorio I y san Nicolás I. La Iglesia honra a san León entre sus doctores, por sus incomparables obras teológicas, de las que hay muchos extractos en las lecciones del Breviario. Probablemente la familia de san León era toscana, pero él llamó a Roma su «patria», lo cual nos inclina a pensar que nació en dicha ciudad. No sabemos nada acerca de sus primeros años y desconocemos la fecha de su ordenación. Sus escritos prueban que había recibido una educación excelente, aunque ésta no comprendía el estudio del griego. Fue diácono de los papassan Celestino I y san Sixto III; ese puesto era tan importante, que san Cirilo le escribía directamente a él, y Casiano le dedicó su tratado contra Nestorio. El año 440, cuando las disputas de los dos generales imperiales, Aecio y Albino, amenazaban con dejar a la Galia a merced de los bárbaros, León fue enviado a mediar entre ellos. Cuando murió Sixto III, san León estaba todavía en Galia; una embajada fue allá a anunciarle que había sido elegido Sumo Pontífice.
La consagración tuvo lugar el 29 de septiembre del 440. Desde el primer momento, san León dio pruebas de sus excepcionales cualidades de pastor y jefe. La predicación era entonces privilegio casi exclusivo de los obispos; san León se dedicó a instruir sistemáticamente al pueblo de Roma para convertirle en ejemplo de las otras Iglesias. Los noventa y seis sermones auténticos de san León que han llegado hasta nosotros, muestran que insistía en la limosna y otros aspectos sociales de la vida cristiana y que explicaba al pueblo la doctrina, particularmente lo relativo a la Encarnación. Afortunadamente, se conservan ciento cuarenta y tres cartas de san León y otras treinta que le fueron escritas. Por ellas, podemos darnos una idea de la extraordinaria vigilancia con que el santo Pontífice seguía la vida de la Iglesia en todo el Imperio. Al mismo tiempo que combatía a los maniqueos en Roma, escribía al obispo de Aquileya dándole instrucciones sobre la manera de enfrentarse al pelagianismo, que había reaparecido en dicha diócesis.
Santo Toribio, obispo de Astorga, España, envió a San León una copia de su carta circular sobre el priscilianismo, una secta que había progresado mucho en España, gracias a la connivencia de una parte del clero. Dicha secta era una mezcla de astrología, de fatalismo y de la doctrina maniquea sobre la maldad de la materia. En su respuesta el Papa, refutó ampliamente a los priscilianistas, refirió las medidas que había tomado contra los maniqueos y mandó que se reuniese un sínodo para combatir la herejía. Varias veces tuvo que intervenir también en los asuntos de la Galia; en dos ocasiones reprendió a san Hilario, obispo de Arles, quien se había excedido en el uso de sus poderes de metropolitano. Escribió algunas cartas a Anastasio, obispo de Tesalónica, para confirmarle su oficio de Vicario de los obispos de Iliria; en una ocasión le recomendó mayor tacto y en otra, le recordó que los obispos tenían derecho de apelar a Roma, «según la antigua tradición». El año 446, san León escribió a la Iglesia africana de Mauritania, prohibiendo la elección de laicos para las sedes episcopales, así como las de los casados en segundas nupcias y de los casados con una viuda; en la misma carta tocó el delicado problema de la manera de tratar a las vírgenes consagradas a Dios que habían sido violadas por los bárbaros. Respondiendo a ciertas quejas del clero de Palermo y Taormina, san León escribió a los obispos de Sicilia, ordenándoles que no vendiesen las propiedades de la Iglesia sin el consentimiento del clero.
En las decisiones de san León, escritas en forma autoritaria y casi dura, no hay la menor nota personal ni la menor incertidumbre; no es el hombre el que habla, sino el sucesor de san Pedro. Ese es el secreto de la grandeza y de la unidad del carácter de san León. Sin embargo, hay que mencionar también un rasgo muy humano, que conocemos nada más por tradición, pero que ilustra la importancia que el santo daba a la elección de los candidatos a las ordenes sagradas: en el «Prado Espiritual», Juan Mosco cita estas palabras de Amós, patriarca de Jerusalén: «Por mis lecturas estoy enterado de que el bienaventurado papa León, hombre de costumbres angélicas, veló y oró durante cuarenta días en la tumba de san Pedro, pidiendo a Dios, por la intercesión del Apóstol, el perdón de sus pecados. Al fin de esos cuarenta días, se le apareció san Pedro y le dijo: 'Dios te ha perdonado todos tus pecados, excepto los que cometiste al conferir las sagradas órdenes, pues de esos tendrás que dar cuenta muy estricta'». San León prohibió que se confiriesen las órdenes a los esclavos y a todos los que habían practicado oficios ilegales o indecorosos e introdujo una ley, por la que se restringía la ordenación al sacerdocio sólo a los candidatos de edad madura que habían sido probados a fondo y se habían distinguido en el servicio de la Iglesia por su sumisión a las reglas y su amor a la disciplina.
El santo Pontífice, en su calidad de pastor universal, tuvo que enfrentarse en el Oriente con dificultades más grandes que las de cualquiera de sus predecesores. El año 448, recibió una carta de un abad de Constantinopla, llamado Eutiques, quien se quejaba del recrudecimiento de la herejía nestoriana. San León respondió discretamente que iba a investigar el asunto. Al año siguiente, Eutiques escribió otra carta al Papa y mandó copia de ella a los patriarcas de Alejandría y de Jerusalén. En dicha carta protestaba contra la excomunión que había fulminado contra él san Flaviano, patriarca de Constantinopla, a instancias de Eusebio de Dorileo, y pedía ser restituido a su cargo. Con su carta iba otra del emperador Teodosio II en defensa suya. Como en Roma no se había recibido la noticia oficial de la excomunión, san León escribió a san Flaviano, quien le envió amplias informaciones sobre el sínodo que había excomulgado a Eutiques. En ella ponía en claro que Eutiques había caído en el error de negar la existencia de dos naturalezas en Cristo, cosa que constituía una herejía opuesta al nestorianismo. Por entonces, el emperador Teodosio convocó a un concilio en Éfeso, so pretexto de estudiar a fondo el asunto, pero el concilio estaba lleno de amigos de Eutiques y lo presidía uno de sus principales partidarios, Dióscoro, patriarca de Alejandría. El conciliábulo absolvió a Eutiques y condenó a san Flaviano, quien murió poco después, a resultas de los golpes que había recibido. Como los legados del Papa se negaron a aceptar la sentencia del conciliábulo, se les prohibió leer la carta de san León ante la asamblea. En cuanto san León se enteró del asunto, anuló las decisiones de la asamblea y escribió al emperador con estos consejos: «Deja a los obispos defender libremente la fe, pues ningún poder humano ni amenaza alguna son capaces de destruirla. Proteje a la Iglesia y consérvala en paz para que Cristo proteja, a su vez, tu Imperio».
Dos años después, en el reinado del emperador Marciano, se reunió en Calcedonia un Concilio ecuménico. Seiscientos obispos, entre los que se contaban los legados de san León, acudieron a él. El Concilio reivindicó la memoria de san Flaviano y excomulgó y depuso a Dióscoro. El 13 de junio del 449, san León había escrito a san Flaviano una carta doctrinal, en la que exponía claramente la fe de la Iglesia en las dos naturalezas de Cristo y refutaba los errores de los eutiquianos y nestorianos. Dióscoro había ignorado esa famosa carta, conocida con el nombre de «Carta Dogmática» o «Tomo de san León»; en esa ocasión se leyó en el Concilio. «¡Pedro ha hablado por la boca de León!», exclamaron los obispos, después de oír esa lúcida exposición sobre la doble naturaleza de Cristo, que se convirtió desde entonces en doctrina oficial de la glesia.
Entre tanto, habían tenido lugar en Occidente varios acontecimientos de importancia, en los que san León dio muestras de la misma firmeza y prudencia. Atila invadió Italia al frente de los hunos, el año 452; quemó la ciudad de Aquileya, sembró el terror y la muerte a su paso, saqueó Milán y Pavía y se dirigió hacia la capital. Ante la ineficacia del general Aecio, el pueblo se llenó de pánico; todas las miradas se volvieron hacia san León, y el emperador Valente III y el Senado le autorizaron para negociar con el enemigo. Poseído de su carácter sagrado y sin vacilar un solo instante, el Papa partió de Roma, acompañado por el cónsul Avieno, por Trigecio, gobernador de la ciudad y unos cuantos sacerdotes. Entró en contacto con el enemigo en la actual ciudad de Peschiera. San León y su clero se entrevistaron con Atila y le persuadieron para que aceptase un tributo anual, en vez de saquear la ciudad. Esto salvó a Roma de la catástrofe por algún tiempo. Pero tres años más tarde, Genserico se presentó a la cabeza de los vándalos ante las puertas de la ciudad, totalmente indefensa. En esta ocasión, san León tuvo menos éxito, pero obtuvo que los vándalos se contentasen con saquear la ciudad, sin matar ni incendiar. Quince días después, los bárbaros se retiraron al África con numerosos cautivos y un inmenso botín.
San León emprendió inmediatamente la reconstrucción de la ciudad y la reparación de los daños causados por los bárbaros. Envió a muchos sacerdotes a asistir y rescatar a los prisioneros en África y restituyó, en cuanto le fue posible, los vasos sagrados de las iglesias. Gracias a su ilimitada confianza en Dios, no se desalentó jamás y conservó gran serenidad, aun en los momentos más difíciles. En los veintiún años de su pontificado se había ganado el cariño y la veneración de los ricos y de los pobres, de los emperadores y de los bárbaros, de los clérigos y de los laicos. Murió el 10 de noviembre del 461. Sus reliquias se conservan en la basílica de San Pedro. El historiador Jalland, anglicano, resume el carácter de san León con cuatro rasgos: «su energía indomable, su magnanimidad, su firmeza y su humilde devoción al deber». La exposición que hizo san León de la doctrina cristiana de la Encarnación, fue uno de los momentos más importantes de la historia del cristianismo. «La más grande de sus realizaciones personales fue el éxito con que reivindicó la primacía de la Sede Romana en las cuestiones doctrinales». San León fue declarado doctor de la Iglesia mucho tiempo después, en 1754.
Entre los sermones que se conservan del santo, hay uno que predicó en la fiesta de San Pedro y San Pablo, poco después de la retirada de Atila. Empieza por comparar el fervor de los romanos en el momento en que se salvaron de la catástrofe con su actual tibieza y les recuerda la ingratitud de los nueve leprosos que sanó Cristo. A continuación les dijo: «Así pues, mis amados hermanos, debéis volveros al Señor, si no queréis que os reproche lo mismo que a los nueve leprosos ingratos. Recordad las maravillas que Él ha obrado con vosotros. Guardáos de atribuir vuestra liberación a los astros, como lo hacen algunos impíos; atribuidla únicamente a la infinita misericordia de Dios, que ablandó el corazón de los bárbaros. Sólo podéis obtener el perdón de vuestra negligencia, haciendo una penitencia que supere a la culpa. Aprovechemos el tiempo de paz que nos concede el Señor para enmendar nuestras vidas. Que san Pedro y todos los santos, que nos han socorrido en nuestras innumerables aflicciones, secunden las fervientes súplicas que elevamos por vosotros a la misericordia de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo».
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
No hay comentarios:
Publicar un comentario