viernes, 27 de junio de 2025

CARTA ENCÍCLICA LUMEN FIDEI DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO

CAPÍTULO TERCERO
TRANSMITO LO QUE HE RECIBIDO
(cf. 1 Co 15,3)
La Iglesia, madre de nuestra fe


    39. Es imposible creer cada uno por su cuenta. La fe no es únicamente una opción individual que se hace en la intimidad del creyente, no es una relación exclusiva entre el « yo » del fiel y el « Tú » divino, entre un sujeto autónomo y Dios. Por su misma naturaleza, se abre al « nosotros », se da siempre dentro de la comunión de la Iglesia. Nos lo recuerda la forma dialogada del Credo, usada en la liturgia bautismal. El creer se expresa como respuesta a una invitación, a una palabra que ha de ser escuchada y que no procede de mí, y por eso forma parte de un diálogo; no puede ser una mera confesión que nace del individuo. Es posible responder en primera persona, « creo », sólo porque se forma parte de una gran comunión, porque también se dice « creemos ». Esta apertura al « nosotros » eclesial refleja la apertura propia del amor de Dios, que no es sólo relación entre el Padre y el Hijo, entre el « yo » y el « tú », sino que en el Espíritu, es también un « nosotros », una comunión de personas. Por eso, quien cree nunca está solo, porque la fe tiende a difundirse, a compartir su alegría con otros. Quien recibe la fe descubre que las dimensiones de su « yo » se ensanchan, y entabla nuevas relaciones que enriquecen la vida. Tertuliano lo ha expresado incisivamente, diciendo que el catecúmeno, « tras el nacimiento nuevo por el bautismo », es recibido en la casa de la Madre para alzar las manos y rezar, junto a los hermanos, el Padrenuestro, como signo de su pertenencia a una nueva familia[34].

[34] Cf. De Baptismo, 20, 5: CCL I, 295.

-PROPÓSITO DEL DÍA- "Para que por la práctica de los consejos evangélicos y la vida de oración, podamos crecer en el amor a Dios y nuestros hermanos"



 

EVANGELIO - 28 de Junio - San Lucas 2,41-51


    Libro de Isaías 61,9-11.

    La descendencia de mi pueblo será conocida entre las naciones, y sus vástagos, en medio de los pueblos: todos los que los vean, reconocerán que son la estirpe bendecida por el Señor.
    Yo desbordo de alegría en el Señor, mi alma se regocija en mi Dios. Porque él me vistió con las vestiduras de la salvación y me envolvió con el manto de la justicia, como un esposo que se ajusta la diadema y como una esposa que se adorna con sus joyas.
    Porque así como la tierra da sus brotes y un jardín hace germinar lo sembrado, así el Señor hará germinar la justicia y la alabanza ante todas las naciones.


Primer Libro de Samuel 2,1.4-5.6-7.8abcd.

Mi corazón se regocija en el Señor,
tengo la frente erguida gracias a mi Dios.
Mi boca se ríe de mis enemigos,
porque tu salvación me ha llenado de alegría.

El arco de los valientes se ha quebrado,
y los vacilantes se ciñen de vigor;
los satisfechos se contratan por un pedazo de pan,
y los hambrientos dejan de fatigarse;
la mujer estéril da a luz siete veces,
y la madre de muchos hijos se marchita.

El Señor da la muerte y la vida,
hunde en el Abismo y levanta de él.
El Señor da la pobreza y la riqueza,
humilla y también enaltece.

El levanta del polvo al desvalido
y alza al pobre de la miseria,
para hacerlos sentar con los príncipes
y darles en herencia un trono de gloria.


    Evangelio según San Lucas 2,41-51.

    Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua.
    Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta.
    Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos.
    Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él.
    Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas.
    Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas.
    Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: "Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados".
    Jesús les respondió: "¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?".
    Ellos no entendieron lo que les decía.
    El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón.

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 28 de Junio - "Las virtudes de la bienaventurada Virgen"


Santa Gertrudis de Helfta (1256-1301) monja benedictina El Heraldo, IV (SC 255. Œuvres spirituelles, Cerf, 1978)


"Las virtudes de la bienaventurada Virgen"
          
    Durante la misa en la que Gertrudis debía comulgar, vio a la gloriosa Madre del Señor maravillosamente adornada con el resplandor de todas las virtudes. Postrándose humildemente a sus pies, el alma se puso a rezar pidiéndole prepararla para recibir el Cuerpo y la Sangre santísimos de su Hijo. La bienaventurada Virgen entonces le posó sobre el pecho un bellísimo collar con siete espigas, cada una plena de piedras preciosas.

    Esto simbolizaba las principales virtudes por las que la Virgen había agradado al Señor. La primera espiga con las piedras preciosas figuraba su llamativa pureza; la segunda, su fecunda humildad; la tercera, sus fervientes deseos; la cuarta, su luminoso conocimiento; la quinta, su amor inextinguible; la sexta, su soberana alegría; la séptima, su inalterable paz. Así, cuando el alma se presentó a la mirada de Dios, adornada con este collar, el Señor estuvo tan encantado y cautivado por la belleza de estas virtudes, que como embelesado de amor, se inclinó hacia ella con toda la potencia de su divinidad. ¡Oh maravilla! La atrajo enteramente hacia Él y tomándola tiernamente sobre su corazón, le prodigó afectuosas caricias. (…)

    El Espíritu Santo, como una brisa ligera, parecía venir del Corazón del Señor y, con su suavísimo soplo, pasó con dulzura sobre las siete espigas con piedras preciosas del collar portado por el alma. Las piedras hacían de instrumento musical, para cantar una antífona a la alabanza de la Santísima Trinidad
.

MEMORIA DEL INMACULADO CORAZÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA



    María, Madre de Jesús y nuestra, nos señala hoy su Inmaculado Corazón. Un corazón que arde de amor divino, que rodeado de rosas blancas nos muestra su pureza total y que atravesado por una espada nos invita a vivir el sendero del dolor-alegría. La Fiesta de su Inmaculado Corazón nos remite de manera directa y misteriosa al Sagrado Corazón de Jesús. Y es que en María todo nos dirige a su Hijo. Los Corazones de Jesús y María están maravillosamente unidos en el tiempo y la eternidad...

    La Iglesia nos enseña que el modo más seguro de llegar a Jesús es por medio de su Madre. Por ello, nos consagramos al Corazón de Jesús por medio del Corazón de María. Esto se hace evidente en la liturgia, al celebrar ambas fiestas de manera consecutiva, viernes y sábado respectivamente, en la semana siguiente al domingo del Corpus Christi.

    Santa María, Mediadora de todas las gracias, nos invita a confiar en su amor maternal, a dirigir nuestras plegarias pidiéndole a su Inmaculado Corazón que nos ayude a conformarnos con su Hijo Jesús.

    Venerar su Inmaculado Corazón significa, pues, no sólo reverenciar el corazón físico sino también su persona como fuente y fundamento de todas sus virtudes. Veneramos expresamente su Corazón como símbolo de su amor a Dios y a los demás.

    El Corazón de Nuestra Madre nos muestra claramente la respuesta a los impulsos de sus dinamismos fundamentales, percibidos, por su profunda pureza, en el auténtico sentido. Al escoger los caminos concretos entre la variedad de las posibilidades, que como a toda persona se le ofrece, María, preservada de toda mancha por la gracia, responde ejemplar y rectamente a la dirección de tales dinamismos, precisamente según la orientación en ellos impresa por el Plan de Dios.

    Ella, quien atesoraba y meditaba todos los signos de Dios en su Corazón, nos llama a esforzarnos por conocer nuestro propio corazón, es decir la realidad profunda de nuestro ser, aquel misterioso núcleo donde encontramos la huella divina que exige el encuentro pleno con Dios Amor.

Oremos

    ¡Oh Corazón de María!, el más amable y compasivo de los corazones después del de Jesús, Trono de las misericordias divinas en favor de los miserables pecadores; yo, reconociéndome sumamente necesitado, acudo a Vos a quien el Señor ha puesto todo el tesoro de sus bondades con plenísima seguridad de ser por Vos socorrido. Vos sois mi refugio. mi amparo, mi esperanza; por esto os digo y os diré en todos mis apuros y peligros: ¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía!

    Cuando la enfermedad me aflija, o me oprima la tristeza, o la espina de la tribulación llegue a mi alma, ¡Oh Corazón de María, sed la salvación mía!

    Cuando el mundo, el demonio y mis propias pasiones coaligadas para mi eterna perdición me persigan con sus tentaciones y quieran hacerme perder el tesoro de la divina gracia, ¡Oh Corazón de María, sed la salvación mía!

    En la hora de mi muerte, en aquel momento espantoso de qué depende mi eternidad, cuando se aumenten las angustias de mi alma y los ataques de mis enemigos, ¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía.

    Y cuando mi alma pecadora se presente ante el tribunal de Jesucristo para rendirle cuenta de toda su vida, venid Vos a defenderla y a ampararla. y entonces; ahora y siempre, ¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía!

    Estas gracias espero alcanzar de Vos, Oh Corazón amantísimo de mi Madre a fin de que pueda veros y gozar de Dios en Vuestra compañía por toda la eternidad en el cielo. Amén.

-FRASE DEL DÍA-



 

jueves, 26 de junio de 2025

CARTA ENCÍCLICA LUMEN FIDEI DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO

CAPÍTULO TERCERO
TRANSMITO LO QUE HE RECIBIDO
(cf. 1 Co 15,3)
La Iglesia, madre de nuestra fe


     38. La transmisión de la fe, que brilla para todos los hombres en todo lugar, pasa también por las coordenadas temporales, de generación en generación. Puesto que la fe nace de un encuentro que se produce en la historia e ilumina el camino a lo largo del tiempo, tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de Jesús. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar seguros de llegar al « verdadero Jesús » a través de los siglos? Si el hombre fuese un individuo aislado, si partiésemos solamente del « yo » individual, que busca en sí mismo la seguridad del conocimiento, esta certeza sería imposible. No puedo ver por mí mismo lo que ha sucedido en una época tan distante de la mía. Pero ésta no es la única manera que tiene el hombre de conocer. La persona vive siempre en relación. Proviene de otros, pertenece a otros, su vida se ensancha en el encuentro con otros. Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es relacional y está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar nuestros padres, que nos han dado la vida y el nombre. El lenguaje mismo, las palabras con que interpretamos nuestra vida y nuestra realidad, nos llega a través de otros, guardado en la memoria viva de otros. El conocimiento de uno mismo sólo es posible cuando participamos en una memoria más grande. Lo mismo sucede con la fe, que lleva a su plenitud el modo humano de comprender. El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe. San Juan, en su Evangelio, ha insistido en este aspecto, uniendo fe y memoria, y asociando ambas a la acción del Espíritu Santo que, como dice Jesús, « os irá recordando todo » (Jn 14,26). El Amor, que es el Espíritu y que mora en la Iglesia, mantiene unidos entre sí todos los tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús, convirtiéndose en el guía de nuestro camino de fe.

-PROPÓSITO DEL DÍA- "Para que por la práctica de los consejos evangélicos y la vida de oración, podamos crecer en el amor a Dios y nuestros hermanos"



 

EVANGELIO - 27 de Junio - San Lucas 15,3-7


    Libro de Ezequiel 34,11-16.

    Así habla el Señor: ¡Aquí estoy yo! Yo mismo voy a buscar mi rebaño y me ocuparé de él.
    Como el pastor se ocupa de su rebaño cuando está en medio de sus ovejas dispersas, así me ocuparé de mis ovejas y las libraré de todos los lugares donde se habían dispersado, en un día de nubes y tinieblas.
    Las sacaré de entre los pueblos, las reuniré de entre las naciones, las traeré a su propio suelo y las apacentaré sobre las montañas de Israel, en los cauces de los torrentes y en todos los poblados del país.
    Las apacentaré en buenos pastizales y su lugar de pastoreo estará en las montañas altas de Israel. Allí descansarán en un buen lugar de pastoreo, y se alimentarán con ricos pastos sobre las montañas de Israel.
    Yo mismo apacentaré a mis ovejas y las llevaré a descansar -oráculo del Señor-.
    Buscaré a la oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y curaré a la enferma, pero exterminaré a la que está gorda y robusta. Yo las apacentaré con justicia.


Salmo 23(22),1-3a.3bc-4.5.6.

El Señor es mi pastor, nada me puede faltar.

El Señor es mi pastor,
nada me puede faltar.
El me hace descansar en verdes praderas,
me conduce a las aguas tranquilas
y repara mis fuerzas.

Me guía por el recto sendero,
por amor de su Nombre.
Aunque cruce por oscuras quebradas,
no temeré ningún mal,
porque Tú estás conmigo:
tu vara y tu bastón me infunden confianza.

Tú preparas ante mí una mesa,
frente a mis enemigos;
unges con óleo mi cabeza
y mi copa rebosa.

Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,
por muy largo tiempo.


    Carta de San Pablo a los Romanos 5,5b-11.

    Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado.
    En efecto, cuando todavía éramos débiles, Cristo, en el tiempo señalado, murió por los pecadores.
    Difícilmente se encuentra alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor.
    Pero la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores.
    Y ahora que estamos justificados por su sangre, con mayor razón seremos librados por él de la ira de Dios.
    Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida.
    Y esto no es todo: nosotros nos gloriamos en Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien desde ahora hemos recibido la reconciliación.


    Evangelio según San Lucas 15,3-7.

    Jesús les dijo entonces esta parábola: "Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla?
    Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido".
    Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse".

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 27 de Junio - «¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido»


Isaac de Stella, monje cisterciense Sermones: El tiempo favorable Sermón 35, 2º domingo de Cuaresma


«¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido» 

    Cuando llegó el tiempo de la misericordia (Sal 101,14), el Buen Pastor descendió de junto al Padre…, tal como había prometido desde toda la eternidad. Vino a buscar a la única oveja que se había perdido. Para ella fue prometido desde siempre; para ella fue enviado en el tiempo; para ella nació y se nos dio, predestinado eternamente para ella. Es única, sacada tanto de los judíos como de las otras naciones…, presente en todos los pueblos…; es única en su misterio, múltiple en las personas, múltiple por la carne según la naturaleza, única por el Espíritu según la gracia –es decir, una sola oveja y una innumerable multitud…

    Ahora bien, las que este pastor reconoce como suyas «nadie puede arrancarlas de sus manos» (Jn 10,28). Porque nadie puede forzar al verdadero poder, engañar a la sabiduría, destruir la caridad. Por eso habla con toda seguridad diciendo…: «Padre, de los que me has dado no se ha perdido ninguno» (Jn 18,9)…

    Fue enviado como verdad para los engañados, como camino para los extraviados, como vida para los que estaban muertos, como sabiduría para los insensatos, como remedio para los enfermos, como rescate para los cautivos, como alimento para los que morían de hambre. Siendo para todos ellos, se puede decir que fue enviado «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24) para que no se pierdan nunca jamás. Fue enviado como un alma a un cuerpo inerte para que, a su llegada, los miembros se calentaran de nuevo y vivieran una vida nueva, sobrenatural y divina: es la primera resurrección (Ap 20,5). Por eso él mismo puede declarar: «Os aseguro que llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán» (Jn 5,25). Y puede, pues, decir a sus ovejas: «Escucharán mi voz y me seguirán» (Jn 10, 4-5).

SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS



  Una devoción permanente y actual 

    La Iglesia celebra la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús el viernes posterior al II domingo de pentecostés. Todo el mes de junio está, de algún modo, dedicado por la piedad cristiana al Corazón de Cristo. Hay quien podría pensar que la devoción al Sagrado Corazón es algo trasnochado, propio de otras épocas, pero ya superado en el momento actual. Sin embargo, el Papa Juan Pablo II, en la carta entregada al Prepósito General de la Compañía de Jesús, P. Kolvenbach, en la Capilla de San Claudio de la Colombière, el 5 de octubre de 1986, en Paray-le-Monial, animaba a los Jesuitas a impulsar esta devoción: "Sé con cuánta generosidad la Compañía de Jesús ha acogido esta admirable misión y con cuánto ardor ha buscado cumplirla lo mejor posible en el curso de estos tres últimos siglos: ahora bien, yo deseo, en esta ocasión solemne, exhortar a todos los miembros de la Compañía a que promuevan con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo".

    Esta exhortación a promover con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo, se fundamenta, según el pensamiento del Papa, en dos motivos, principalmente:

1) Los elementos esenciales de esta devoción "pertenecen de manera permanente a la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda la historia", pues, desde siempre, la Iglesia ha visto en el Corazón de Cristo, del cual brotó sangre y agua, el símbolo de los sacramentos que constituyen la Iglesia; y, además, los Santos Padres han visto en el Corazón del Verbo encarnado "el comienzo de toda la obra de nuestra salvación, fruto del amor del Divino Redentor del que este Corazón traspasado es un símbolo particularmente expresivo".

2) Tal como afirma el Vaticano II, el mensaje de Cristo, el Verbo encarnado, que nos amó "con corazón de hombre", lejos de empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano y, fuera de Él, nada puede llenar el corazón del hombre (cf Gaudium et spes, 21). Es decir, junto al Corazón de Cristo, "el corazón del hombre aprende a conocer el sentido de su vida y de su destino".

    Se trata, por consiguiente, de una devoción a la vez permanente y actual. Esta exhortación de Juan Pablo II enlaza con la enseñanza de sus predecesores. En ella animaba a:"actuar de forma que el culto al Sagrado Corazón, que - lo decimos con dolor - se ha debilitado en algunos, florezca cada día más y sea considerado y reconocido por todos como una forma noble y digna de esa verdadera piedad hacia Cristo, que en nuestro tiempo, por obra del Concilio Vaticano II especialmente, se viene insistentemente pidiendo..."

    Al honrar el corazón de Jesús, la Iglesia venera y adora, en palabras de Pío XII, "el símbolo y casi la expresión de la caridad divina" . Poco después del Gran Jubileo de los 2000 años del nacimiento de Jesucristo, meditar sobre la devoción al Corazón de Jesús es un medio propicio para secundar la iniciativa del Papa que nos invitaba a contemplar el acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano.

El fundamento del culto al Corazón de Jesús: La Encarnación

  El fundamento del culto al Corazón de Jesús lo encontramos precisamente en el misterio de la Encarnación del Verbo, quien, siendo "consustancial al Padre", "por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre".

    Adoramos el Corazón de Cristo porque es el corazón del Verbo encarnado, del Hijo de Dios hecho hombre, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que, sin dejar de ser Dios, asumió una naturaleza humana para realizar nuestra salvación. El Corazón de Jesús es un corazón humano que simboliza el amor divino. La humanidad santísima de Nuestro Redentor, unida hipostáticamente a la Persona del Verbo, se convierte así para nosotros en manifestación del amor de Dios. Sólo el amor inefable de Dios explica la locura divina de la Encarnación: "tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que el que crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3, 16). Es el misterio de la condescendencia divina, del anonadamiento de Aquel que "a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 6 ss).

El Corazón de Cristo transparenta el amor del Padre

    En la vida de Jesucristo se transparenta el amor del Padre: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14, 9): "Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino..." (“Dei Verbum”, 4).

    Toda su existencia terrena remite al misterio de un Dios que es Amor, comunión de Amor, Trinidad de Personas unidas por el recíproco amor, que nos invita a entrar en la intimidad de su vida.

La ternura de Jesús

    El Evangelio deja constancia de la ternura de Jesús. Él es "manso y humilde de corazón". Es compasivo con las necesidades de los hombres, sensible a sus sufrimientos. Su amor privilegia a los enfermos, a los pobres, a los que padecen necesidad, pues "no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos".

    La parábola del hijo pródigo resume muy bien su enseñanza acerca de la misericordia de Dios. El Señor, con su actitud de acogida con respecto a los pecadores, da testimonio del Padre, que es "rico en misericordia" y está dispuesto a perdonar siempre al hijo que sabe reconocerse culpable. "Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, ha podido revelarnos el abismo de su misericordia de una manera a la vez tan sencilla y tan bella" (Catecismo de la Iglesia Católica, 1439).

    La parábola del hijo pródigo es, a la vez, una profunda enseñanza acerca de la condición humana. El hombre corre el riesgo de olvidarse del amor de Dios y de optar por una libertad ilusoria. Por el pecado se aleja de la casa del Padre, donde era querido y apreciado, para ir a vivir entre extraños. El mal seduce prometiendo una felicidad a corto plazo. El hombre sigue así un camino que lleva a la esclavitud y a la humillación.

    Nuestra época constituye un testimonio claro de este engaño. Vivimos en una cultura que margina positivamente lo religioso, que, dejando a Dios de lado, prefiere rendir culto a los ídolos falsos del poder, del placer egoísta, del dinero fácil.

    Es importante - lo recordaba el Papa - ayudar a descubrir en la propia alma la "nostalgia de Dios". En el fondo de todo hombre resuena una llamada del Amor; una llamada que no debe ser desoída. Quizá el ruido externo no permite captarla y por eso es urgente crear espacios que no ahoguen la dimensión espiritual que todo ser humano posee en tanto que creado por Dios y llamado a la comunión de vida con Él.

    Nuestras iglesias, nuestras comunidades, pueden ser uno de estos espacios propicios para escuchar la brisa en la que Dios se manifiesta. Al entrar en una iglesia, el hombre de nuestro tiempo debe tener aún la posibilidad de preguntarse sobre el motivo que anima a quienes la frecuentan. La vida de los cristianos debe ser para todos un indicador que apunta hacia Dios, una señal de que por encima de todo está Él.

El misterio de la Cruz

    "Con amor eterno nos ha amado Dios; por eso, al ser elevado sobre la tierra, nos ha atraído hacia su corazón, compadeciéndose de nosotros" (Antífona 1 de las I Vísperas del Sagrado Corazón).

    La Cruz del Señor es el momento supremo de la manifestación de su inmenso amor al Padre en favor nuestro. El Señor nos "amó hasta el extremo"(Jn 13,1), ya que "nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13).

    Su Corazón es un corazón traspasado a causa de nuestros pecados y por nuestra salvación. Un corazón que nos ama personalmente a cada uno. Toda la humanidad está incluida en ese corazón infinitamente dilatado. Ya nadie puede sentirse solo o desamparado, pues al ser amado por Cristo es amado por Dios.

    No hay fronteras ni límites que contengan el alcance de la redención: Él se ha puesto en nuestro lugar, ha cargado con todo el pecado y la culpa de la humanidad, para expiar con su muerte nuestro alejamiento de Dios. Él es el Cordero Inmaculado que con su entrega obediente repara nuestra desobediencia.

    En el sufrimiento y en la muerte, "su humanidad se convierte en el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. De hecho, Él ha aceptado libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: `Nadie me quita la vida, sino que yo la doy voluntariamente´ (Jn 10, 18)" (Catecismo de la Iglesia Católica, 609) .
    En la Cruz se expresa la "riqueza insondable que es Cristo". En la Cruz se comprende "lo que trasciende toda filosofía": el amor cristiano, un amor que, muriendo, da la vida.

Una inagotable abundancia de gracia

    En la oración colecta de la Misa del Corazón de Jesús se pide a Dios todopoderoso que, al recordar los beneficios de su amor para con nosotros, nos conceda recibir de la fuente divina del Corazón de su Unigénito "una inagotable abundancia de gracia". Del Corazón traspasado de Cristo muerto en la Cruz brotan el agua y la sangre, dando nacimiento a la Iglesia y a los sacramentos de la Iglesia.

    La Iglesia, Esposa de Cristo, es hoy presencia viva en el mundo del amor compasivo de Dios. A imagen de su Señor, la Iglesia debe hacerse obediente hasta la muerte, sirviendo a los hombres para que puedan "acercarse al corazón abierto del Salvador" y "beber con gozo de la fuente de la salvación".

    El motor que mueve a la Iglesia no es otro que el amor. Lo expresó bellamente Teresa de Lisieux en sus “Manuscritos autobiográficos”:

    "Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, un corazón ardiente de Amor. Comprendí que sólo el Amor impulsa a la acción a los miembros de la Iglesia y que, apagado este Amor, los Apóstoles ya no habrían anunciado el Evangelio, los Mártires ya no habrían vertido su sangre... Comprendí que el Amor abrazaba en sí todas las vocaciones, que el Amor era todo, que se extendía a todos los tiempos y a todos los lugares... en una palabra, que el Amor es eterno" (“Manuscritos autobiográficos”, B 3v).

Los Sacramentos

    Los sacramentos que edifican la Iglesia son los cauces de gracia a través de los cuales nos llega la vida nueva de la redención.

    El agua del bautismo nos purifica y nos hace miembros del Cuerpo de Cristo. Dios infunde en nuestra alma las virtudes teologales para que podamos conocerle por la fe, amarle por la caridad, tender hacia Él como meta de nuestra existencia por la esperanza.

    Dios es el que nos otorga, por pura gracia, la posibilidad de amarle sobre todas las cosas y de amar a los hermanos por amor a Él. Si somos dóciles y no obstaculizamos la acción del Espíritu Santo, la caridad irá poco a poco informando nuestra vida, animándola con un principio nuevo que unificará nuestra acción, a fin de que nuestro corazón se vaya asimilando progresivamente al de Cristo.

    De este modo será un corazón engrandecido en el que todos tendrán cabida, pues nos dolerán las almas y desearemos ardientemente que todos conozcan el amor de Dios.

    La Eucaristía nos alimenta con el pan de la inmortalidad. Dentro de poco celebraremos la Solemnidad del Corpus Christi. En este "sacramento admirable" el Señor quiso dejarnos el "memorial de su Pasión". La Eucaristía es una muestra excelsa de los "beneficios del amor de Dios para con nosotros". El Señor quiso dejarnos esta prueba de su amor, quiso quedarse con nosotros, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, para hacernos partícipes de su Pascua.

    La Penitencia renueva nuestra alma para que podamos presentarnos ante Dios, cuando Él nos llame, limpios de nuestros pecados. Igualmente, el sacerdocio es un don del Corazón de Jesús.

El envío del Espíritu Santo

    Acerquémonos al Corazón de Cristo. Respondamos con amor al Amor. Que nuestra vida sea un homenaje - callado y humilde - de amor y de cumplida reparación. "Quiero gastarme sólo por tu Amor", escribía Santa Teresita del Niño Jesús.

    También nosotros le pedimos al Señor la gracia de corresponder - en la medida de nuestras pobres fuerzas - a su infinita compasión para con el mundo. Señor, ¡qué nos gastemos sólo por tu Amor". Qué prendamos en las almas el fuego de tu Amor.

    La primera señal del amor del Salvador es la misión del Espíritu Santo a los discípulos, después de la Ascensión del Señor al cielo, recuerda Pío XII (“Haurietis aquas”, 23). El Espíritu Santo es el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, y es enviado por ambos para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina. Esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón del Salvador, en el cual "están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col 2, 3).

    Al Espíritu Santo se debe el nacimiento de la Iglesia y su admirable propagación. Este amor divino, don del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es el que dio a los apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la verdad y testimoniarla con su sangre.

    A este amor divino, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se difunde por obra del Espíritu Santo en las almas de los creyentes, San Pablo entonó aquel himno que ensalza el triunfo de Cristo y el de los miembros de su Cuerpo: "¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo?, ¿la persecución?, ¿la espada?... Más en todas estas cosas triunfamos soberanamente por obra de Aquel que nos amó. Porque estoy seguro de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados, ni lo presente ni lo futuro, ni poderíos, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna será capaz de apartarnos del amor de Dios manifestado en Jesucristo nuestro Señor" (Rm 8, 35.37-39).

    El Espíritu Santo nos ayudará a conocer íntimamente al Señor y a descubrir, junto al Corazón de Cristo, el sentido verdadero de nuestra vida, a comprender el valor de la vida verdaderamente cristiana, a unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo. "Así - como pedía el Papa Juan Pablo II - sobre las ruinas acumuladas del odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo" (Carta al P. Kolvenbach).

    En la Cruz se expresa la Una inagotable abundancia de gracia. En la oración colecta de la Misa del Corazón de Jesús se pide a Dios todopoderoso que, al recordar los beneficios de su amor para con nosotros, nos conceda recibir de la fuente divina del Corazón de su Unigénito "Los sacramentos. Los sacramentos que edifican la Iglesia son los cauces de gracia a través de los cuales nos llega la vida nueva de la redención.

    El agua del bautismo nos purifica y nos hace miembros del Cuerpo de Cristo. Dios infunde en nuestra alma las virtudes teologales para que podamos conocerle por la fe, amarle por la caridad, tender hacia la esperanza.

Oremos

    ¡Oh Dios!, protector de cuantos en Ti confían, sin cuyo poder nada hay fuerte, nada hay santo; aumenta en nosotros tus misericordias, para que, siendo Tú quien nos dirijas y nos guíes de tal manera pasemos por las cosas temporales, que no perdamos las eternas. Te lo pedimos por el Corazón de tu Santísimo Hijo Jesús. Amén.

-FRASE DEL DÍA-