viernes, 16 de octubre de 2020

EVANGELIO - 17 de Octubre - San Lucas 12,8-12

 


        Carta de San Pablo a los Efesios 1,15-23.

    Por eso, habiéndome enterado de la fe que ustedes tienen en el Señor Jesús y del amor que demuestran por todos los hermanos, doy gracias sin cesar por ustedes recordándolos siempre en mis oraciones
    Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que les permita conocerlo verdaderamente.
    Que él ilumine sus corazones, para que ustedes puedan valorar la esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos, y la extraordinaria grandeza del poder con que él obra en nosotros, los creyentes, por la eficacia de su fuerza. Este es el mismo poder que Dios manifestó en Cristo, cuando lo resucitó de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el cielo, elevándolo por encima de todo Principado, Potestad, Poder y Dominación, y de cualquier otra dignidad que pueda mencionarse tanto en este mundo como en el futuro.
    El puso todas las cosas bajo sus pies y lo constituyó, por encima de todo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo y la Plenitud de aquel que llena completamente todas las cosas.


Salmo 8,2-3a.4-5.6-7.

¡Señor, nuestro Dios,
qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!
Tú, que afirmaste tu majestad sobre el cielo,
con la alabanza de los niños

y de los más pequeños,
erigiste una fortaleza contra tus adversarios
para reprimir al enemigo y al rebelde.
Al ver el cielo, obra de tus manos,

la luna y la estrellas que has creado:
¿Qué es el hombre para que pienses en él,
el ser humano para que lo cuides?
Lo hiciste poco inferior a los ángeles,

lo coronaste de gloria y esplendor;
le diste dominio sobre la obra de tus manos.
Todo lo pusiste bajo sus pies.


    Evangelio según San Lucas 12,8-12.


    Les aseguro que aquel que me reconozca abiertamente delante de los hombres, el Hijo del hombre lo reconocerá ante los ángeles de Dios.
    Pero el que no me reconozca delante de los hombres, no será reconocido ante los ángeles de Dios.
    Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará.
    Cuando los lleven ante las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no se preocupen de cómo se van a defender o qué van a decir, porque el Espíritu Santo les enseñará en ese momento lo que deban decir".

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 17 de Octubre - «Aquel que me defienda delante de los hombres, el Hijo del hombre le defenderá ante los ángeles»


San Rafael Arnaiz Barón, monje trapense español Escrito: ¿Por qué callarlo? Escritos Espirituales, 04-03-1938.

«Aquel que me defienda delante de los hombres, 
el Hijo del hombre le defenderá ante los ángeles» 

    Cojo hoy en nombre de Dios la pluma, para que mis palabras al estamparse en el blanco papel sirvan de perpetua alabanza al Dios bendito, autor de mi vida, de mi alma y de mi corazón. Quisiera que el universo entero, con todos los planetas, los astros todos y los innumerables sistemas siderales, fueran una inmensa superficie tersa donde poder escribir el nombre de Dios.

    Quisiera que mi voz fuera más potente que mil truenos, y más fuerte que el ímpetu del mar, y más terrible que el fragor de los volcanes, para sólo decir, Dios. Quisiera que mi corazón fuera tan grande como el cielo, puro como el de los ángeles, sencillo como la paloma, para en él tener a Dios. Mas ya que toda esa grandeza soñada no se puede ver realizada, conténtate, hermano Rafael, con lo poco, y tú que no eres nada, la misma nada te debe bastar.

    ¡Qué hipocresía decir que nada tiene, el que tiene a Dios! ¡Sí!, ¿por qué callarlo? ¿Por qué ocultarlo? ¿Por qué no gritar al mundo entero, y publicar a los cuatro vientos, las maravillas de Dios? ¿Por qué no decir a las gentes, y a todo el que quiera oírlo? ¿Ves lo que soy? ¿Veis lo que fui? ¿Veis mi miseria arrastrada por el fango? Pues no importa, maravillaos, a pesar de todo, yo tengo a Dios, Dios es mi amigo, que se hunda el sol, y se seque el mar de asombro…, Dios a mí me quiere tan entrañablemente, que si el mundo entero lo comprendiera, se volverían locas todas las criaturas y rugirían de estupor. Más aún todo eso es poco.

    Dios me quiere tanto que los mismos ángeles no lo comprenden. ¡Qué grande es la misericordia de Dios! ¡Quererme a mí, ser mi amigo, mi hermano, mi padre, mi maestro, ser Dios y ser yo lo que soy! ¡Ah!, Jesús mío, no tengo papel ni pluma. ¡Qué diré! ¿Cómo no enloquecer? ¿Cómo es posible vivir, comer, dormir, hablar y tratar con todos? ¿Cómo es posible que aún tenga serenidad para pensar en algo que el mundo llama razonable, yo que pierdo la razón pensando en Ti? ¡Cómo es posible, Señor! Ya lo sé, Tú me lo has explicado, es por el milagro de la gracia.

SANTORAL - SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA

17 de Octubre


    Memoria de san Ignacio, obispo y mártir, discípulo del apóstol san Juan y segundo sucesor de san Pedro en la sede de Antioquía, que en tiempo del emperador Trajano fue condenado al suplicio de las fieras y trasladado a Roma, donde consumó su glorioso martirio. Durante el viaje, mientras experimentaba la ferocidad de sus centinelas, semejante a la de los leopardos, escribió siete cartas dirigidas a diversas Iglesias, en las cuales exhortaba a los hermanos a servir a Dios unidos con el propio obispo, y a que no le impidiesen poder ser inmolado como víctima por Cristo. San Ignacio, llamado Teóforo, «el que lleva a Dios», fue probablemente un converso, discípulo de san Juan Evangelista; los datos históricos fidedignos sobre sus primeros años son pocos. De acuerdo con algunos escritores antiguos, los apóstoles san Pedro y san Pablo ordenaron que sucediera a san Evodio como obispo de Antioquía, cargo que conservó por cuarenta años, y en el cual brilló como pastor ejemplar. El historiador eclesiástico Sócrates dice que introdujo o divulgó en su diócesis el canto de antífonas, hecho poco probable. La paz de que gozaron los cristianos al morir Domiciano (año 96), duró únicamente los quince meses del reinado de Nerva y bajo Trajano se reanudó lo persecución. En una interesante carta del emperador a Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, se establecía el principio de que los cristianos debían ser muertos, en caso de que existieran delaciones oficiales; y, en otros casos, no se les debía molestar. Trajano fue magnánimo y humanitario; pero la gratitud que lo vinculaba con sus dioses por las victorias sobre los dacios y escitas, lo llevó posteriormente a perseguir a los cristianos, que se negaban a reconocer estas divinidades. Desgraciadamente, no podemos confiar en la relación legendaria sobre el arresto de Ignacio y su entrevista personal con el emperador; sin embargo, desde época muy remota, se ha creído que el interrogatorio al que fue sometido el soldado de Cristo por Trajano, siguió aproximadamente este cauce:

Trajano: ¿Quién eres tú, espíritu malvado, que osas desobedecer mis órdenes e incitas a otros a su perdición?
Ignacio: Nadie llama a Teóforo espíritu malvado.
Trajano: ¿Quién es Teóforo?
Ignacio: El que lleva a Cristo dentro de sí.
Trajano: ¿Quiere eso decir que nosotros no llevamos dentro a los dioses que nos ayudan contra nuestros enemigos?
Ignacio: Te equivocas cuando llamas dioses a los que no son sino diablos. Hay un sólo Dios que hizo el cielo, la tierra y todas las cosas; y un solo Jesucristo, en cuyo reino deseo ardientemente ser admitido.
Trajano: ¿Te refieres al que fue crucificado bajo Poncio Pilato?
Ignacio: Sí, a Aquél que con su muerte crucificó al pecado y a su autor, y que proclamó que toda malicia diabólica ha de ser hollada por quienes lo llevan en el corazón.
Trajano: ¿Entonces tú llevas a Cristo dentro de ti?
Ignacio: Sí, porque está escrito, viviré con ellos y caminaré con ellos.

    Cuando Trajano mandó encadenar al obispo para que lo llevaran a Roma y ahí lo devoraran las fieras en las fiestas populares, el santo exclamó «te doy gracias, Señor, por haberme permitido darte esta prueba de amor perfecto y por dejar que me encadenen por Ti, como tu apóstol Pablo». Rezó por la Iglesia, la encomendó con lágrimas a Dios, y con gusto sometió sus miembros a los grillos; y lo hicieron salir apresuradamente los soldados para conducirlo a Roma.

    En Seleucia, puerto de mar, situado a unos veinticinco kilómetros de Antioquía, se embarcaron en un navío que, por razones desconocidas, fue costeando por la ribera sur y occidental del Asia Menor, en lugar de dirigirse directamente a Italia. Algunos de sus amigos cristianos de Antioquía tomaron un camino más corto, llegaron a Roma antes que él, y allí esperaron su llegada. Durante la mayor parte del trayecto acompañaron a san Ignacio el diácono Filón y Agatopo, a quienes se considera autores de las actas de su martirio. Parece que el viaje fue sumamente cruel, pues san Ignacio iba vigilado día y noche por diez soldados tan bárbaros, que san Ignacio dice eran como «diez leopardos» y añade «iba yo luchando con fieras salvajes por tierra y mar, de día y noche» y «cuando se las trataba bondadosamente, se enfurecían mas».

    Las numerosas paradas, dieron al santo oportunidad de confirmar en la fe a las iglesias cercanas a la costa de Asia Menor. Dondequiera que el barco atracaba, los cristianos enviaban sus obispos y presbíteros a saludarlo, y grandes multitudes se reunían para recibir  la bendición de aquel mártir efectivo. Se designaron también delegaciones que lo escoltaron en el camino. En Esmirna tuvo la alegría de encontrar a su antiguo condiscípulo san Policarpo; allí se reunieron también el obispo Onésimo, quien iba a la cabeza de una delegación de Éfeso, el obispo Dámaso, con enviados de Magnesia, y el obispo Polibio de Tralles. Burrus, uno de los delegados, fue tan servicial con san Ignacio, que éste pidió a los efesios que le permitieran acompañarlo. Desde Esmirna, el santo escribió cuatro cartas.

    La carta a los efesios comienza con un cálido elogio de esa iglesia. Los exhorta a permanecer en armonía con su obispo y con todo su clero, a que se reúnan con frecuencia para rezar públicamente, a ser mansos y humildes, a sufrir las injurias, sin murmurar. Los alaba por su celo contra la herejía y les recuerda que sus obras más ordinarias serían espiritualizadas, en la medida que las hicieran por Jesucristo. Los llama compañeros de viaje en su camino a Dios y les dice que llevan a Dios en su pecho. En sus cartas a las iglesias de Magnesia y Tralles habla en términos análogos y los pone sobre aviso contra el docetismo, doctrina que negaba la realidad del cuerpo de Cristo y su vida humana. En la carta a Tralles Ignacio dice a aquella comunidad que se guarden de la herejía, «lo que harán si permanecen unidos a Dios, y también a Jesucristo y al obispo y a los mandatos de los apóstoles. El que está dentro del altar está limpio, pero el que está fuera de él, o sea, quien se separa del obispo, de los presbíteros y diáconos, no está limpio». La cuarta carta, dirigida a los cristianos de Roma, es una súplica para que no le impidan ganar la corona del martirio; pensaba que había peligro de que los influyentes trataran de obtener una mitigación de la condena. Su alarma no era infundada. A esas fechas, el cristianismo ya había conseguido adeptos en sitios elevados. Había hombres como Flavio Clemente, primo del emperador, y los Acilios Glabrión que tenían amigos poderosos en la administración. Luciano, satirista pagano (c. 165 d.C.), quien seguramente conoció estas cartas de Ignacio, da testimonio de lo anterior.

    «Temo que vuestro amor me perjudique» escribe el obispo, «a vosotros os es fácil hacer lo que os agrada; pero a mí me será difícil llegar a Dios, si vosotros no os cruzáis de brazos. Nunca tendré oportunidad como ésta para llegar a mi Señor... Por tanto, el mayor favor que pueden hacerme es permitir que yo sea derramado como libación a Dios mientras el altar está preparado; para que formando un coro de amor, puedan dar gracias al Padre por Jesucristo porque Dios se ha dignado traerme a mí, obispo sirio, del Oriente al Occidente para que pase de este mundo y resucite de nuevo con Él... Sólo les suplico que rueguen a Dios que me dé gracia interna y externa, no sólo para decir esto, sino para desearlo, y para que no sólo me llame cristiano, sino para que lo sea efectivamente... Permitid que sirva de alimento a las bestias feroces para que por ellas pueda alcanzar a Dios. Soy trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie... No os lo ordeno, como Pedro y Pablo: ellos eran apóstoles, yo soy un reo condenado; ellos eran hombres libres, yo soy un esclavo. Pero si sufro, me convertiré en liberto de Jesucristo y en Él resucitaré libre. Me gozo de que me tengan ya preparadas las bestias y deseo de todo corazón que me devoren luego; aún más, las azuzaré para que me devoren inmediatamente y por completo y no me sirvan a mí como a otros, a quienes no se atrevieron a atacar. Si no quieren atacarme, yo las obligaré. Os pido perdón. Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible me impida llegar a Jesucristo. Que venga contra mí fuego, cruz, cuchilladas, desgarrones, fracturas y mutilaciones; que mi cuerpo se deshaga en pedazos y que todos los tormentos del demonio abrumen mi cuerpo, con tal de que llegue a gozar de mi Jesús. El príncipe de este mundo trata de arrebatarme y de pervertir mis anhelos de Dios. Que ninguno de vosotros le ayude. Poneos de mi lado y del lado de Dios. No llevéis en vuestros labios el nombre de Jesucristo y deseos mundanos en el corazón. Aun cuando yo mismo, ya entre vosotros os implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta. Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir.»

    Los guardias se apresuraron a salir de Esmirna para llegar a Roma antes de que terminaran los juegos, pues las víctimas ilustres y de venerable aspecto, eran la gran atracción en el anfiteatro. El mismo Ignacio, gustosísimo, secundó sus prisas. En seguida se embarcaron para Troade, donde se enteraron de que la paz se había restablecido en la Iglesia de Antioquía. En Troade Ignacio escribió tres cartas más. Una a los fieles de Filadelfia, alabando a su obispo, cuyo nombre calla, y rogándoles que eviten la herejía. «Usad una sola Eucaristía; porque la carne de Jesucristo Nuestro Señor es una y uno el cáliz para unirnos a todos en su sangre. Hay un altar, así como un obispo, junto con el cuerpo de presbíteros y diáconos, mis hermanos siervos, para que todo lo que hiciereis vosotros lo hagáis de acuerdo con Dios.» En la carta a los de Esmirna encontramos otro aviso contra los docetistas, que negaban que Cristo hubiera tomado una naturaleza humana real y que la Eucaristía fuera realmente su cuerpo. Les prohíbe todo trato con esos falsos maestros y sólo les permite orar por ellos. La última carta es a san Policarpo, y consiste principalmente en consejos, como conviene a una persona mucho más joven que el escritor. Lo exhorta a trabajar por Cristo, a reprimir las falsas enseñanzas, a cuidar de las viudas, a tener servicios religiosos con frecuencia, y les recuerda que la medida de sus trabajos será la de su premio. San Ignacio no tuvo tiempo de escribir a otras Iglesias, ni dijo a san Policarpo que lo hiciera en su nombre.

    De Troade navegaron hasta Nápoles de Macedonia. Después fueron a Filipos y, habiendo cruzado la Macedonia y el Epiro a pie, se volvieron a embarcar en Epidamno (el actual Durazzo, en Albania). Hay que confesar que estos detalles se basan únicamente en las llamadas «actas» del martirio, y no podemos tener ninguna confianza en la descripción de la escena final. Se dice que al aproximarse el santo a Roma, los fieles salieron a recibirlo y se regocijaron al verlo, pero lamentaron el tener que perderlo tan pronto. Como él lo había previsto, deseaban tomar medidas para liberarlo, pero les rogó que no le impidieran llegar al Señor. Entonces, arrodillándose con sus hermanos, rogó por la Iglesia, por el fin de la persecución, y por la caridad y concordia entre los fieles. De acuerdo con la misma leyenda, llegó a Roma el 20 de diciembre, último día de los juegos públicos, y fue conducido ante el prefecto de la ciudad, a quien se le entregó la carta del emperador. Después de los trámites acostumbrados, se le llevó apresuradamente al anfiteatro flaviano. Ahí le soltaron dos fieros leones, que inmediatamente lo devoraron, y sólo dejaron los huesos más grandes. Así fue escuchada su oración.

    Parece haber suficiente fundamento para creer que los fragmentos que se pudieron reunir de los restos del mártir, fueron llevados a Antioquía y sin duda, fueron venerados al principio de un modo que no llamara demasiado la atención «en un cementerio fuera de la puerta de Dafnis». Esto lo refiere san Jerónimo, escribiendo en el 392, y sabemos que él había visitado Antioquía. Por el antiguo martirologio sirio nos enteramos de que la fiesta del mártir se celebraba en esas regiones el 17 de octubre, y se puede suponer que el panegírico de san Ignacio, hecho por san Juan Crisóstomo, cuando éste era presbítero de Antioquía, fue pronunciado en ese día. San Juan hace resaltar el hecho de que el suelo de Roma había sido empapado con la sangre de la víctima, pero que Antioquía atesoraba para siempre sus reliquias. «Ustedes lo prestaron por una temporada», dijo al pueblo, «y lo recibieron con interés. Lo enviaron siendo obispo, y lo recobraron mártir. Lo despidieron con oraciones y lo trajeron a su tierra con laureles de victoria». Pero ya en tiempo del Crisóstomo la leyenda había comenzado a tejerse. El orador supone que Ignacio había sido nombrado por el mismo apóstol san Pedro para sucederlo en el obispado de Antioquía. No es de maravillar que en fechas posteriores se fabricara toda una correspondencia, incluso ciertas cartas entre el mártir y la Santísima Virgen, cuando vivía en la tierra, después de la ascensión de su Hijo. Tal vez el relato más candoroso de todas estas fábulas medievales es la historia que identifica a Ignacio con el niño a quien Nuestro Señor tomó en sus brazos y que le sirvió para dar una lección sobre la humildad (Marcos 9,36).

    Hay un marcado contraste entre la oscuridad que rodea casi todos los detalles de la carrera de este gran mártir y la certeza con que los eruditos actuales afirman la autenticidad de las siete cartas a que nos hemos referido antes, como escritas por él, camino de Roma. No es este lugar para discutir las tres ediciones críticas de estas cartas, conocidas como la «Más Larga», la «Curetoniana» y la «Vossiana». Una controversia secular ha dado por resultado una abundante literatura, pero en la actualidad la disputa está prácticamente terminada. En todo caso, puede decirse que, con rarísimas excepciones, la actual generación de estudiantes de patrística está de acuerdo en admitir la autenticidad de la «Curetoniana», que fue la primera identificada por el arzobispo Ussher en 1644, y cuyo texto griego fue impreso por Isaac Voss y por Dom Ruinart, un poco más tarde.

    No hay temor de exagerar la importancia que el testimonio de estas cartas aporta sobre las creencias y la organización interna de la iglesia cristiana, años después de la ascensión de Nuestro Señor. San Ignacio de Antioquía es el primer escritor, que, fuera del Nuevo Testamento, subraya el nacimiento virginal. A los de Éfeso, por ejemplo, les escribe, «y al príncipe de este mundo se le ocultó la virginidad de María y su parto y también la muerte del Señor». Se supone claramente conocido el misterio de la Trinidad, y se percibe un marcado enfoque cristológico, cuando leemos en la misma carta (c. 7), «hay un médico de carne y espíritu, engendrado y no engendrado, Dios en hombre, verdadera Vida en muerte, hijo de María e hijo de Dios, primero pasible y después impasible, Jesucristo Nuestro Señor». No menos notables son las frases usadas respecto a la Sagrada Eucaristía. Es «la carne de Cristo», «el don de Dios», «la medicina de inmortalidad», e Ignacio denuncia a los herejes «que no confiesan que la Eucaristía es la carne de Jesucristo nuestro Salvador, carne que sufrió por nuestros pecados y que en su amorosa bondad el Padre resucitó». Finalmente, en la carta a los de Esmirna, por vez primera en la literatura cristiana encontramos mencionada a «la Iglesia Católica». «Que doquier aparezca el obispo, allí esté el pueblo; lo mismo que donde quiera que Jesucristo está también está la Iglesia Católica». El santo habla severamente de las especulaciones heréticas -en particular las de los docetistas- que ya en su tiempo amenazaban con dañar la integridad de la fe cristiana. Ciertamente puede decirse que la nota clave de toda su instrucción fue la de insistir sobre la unidad de creencia y de espíritu entre los que pretendían seguir a Nuestro Señor. Pero a pesar de su temor a la herejía, recalcaba la necesidad de ser indulgentes con los que estaban en el error e insiste en la tolerancia y en el amor a la cruz. La exhortación a los efesios proporciona una lección a todos aquellos, para quienes su religión no es un título vacío:

    «Rueguen incesantemente por el resto de los hombres, porque hay en ellos esperanza de arrepentimiento, para que lleguen a Dios. Por lo tanto, instrúyanlos con el ejemplo de sus obras. Cuando ellos estallen en ira, ustedes sean mansos; cuando se vanaglorien al hablar, sean ustedes humildes; cuando les injurien a ustedes, oren por ellos; si ellos están en el error, ustedes sean constantes en la fe; a vista de su furia, sean ustedes apacibles. No ansíen el desquite. Que nuestra indulgencia les muestre que somos sus hermanos. Procuremos ser imitadores del Señor, esforzándonos para ver quién puede sufrir peores injusticias, quién puede aguantar que lo defrauden, que lo rebajen a la nada; que no se encuentre en ustedes cizaña del diablo. Sino con toda pureza y sobriedad vivan en Cristo Jesús en carne y en espíritu».

Oremos

    Dios todopoderoso y eterno, que has querido que el testimonio de los mártires sea el honor de todo el cuerpo de tu Iglesia, concédenos que el martirio de San Ignacio de Antioquia, que hoy conmemoramos, así como le mereció a él una gloria eterna, así también nos dé a nosotros valor en el combate de la fe. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

jueves, 15 de octubre de 2020

EVANGELIO - 16 de Octubre - San Lucas 12,1-7


    Carta de San Pablo a los Efesios 1,11-14.

    Hermanos: En Cristo hemos sido constituidos herederos, y destinados de antemano -según el previo designio del que realiza todas las cosas conforme a su voluntad- a ser aquellos que han puesto su esperanza en Cristo, para alabanza de su gloria.
    En él, ustedes, los que escucharon la Palabra de la verdad, la Buena Noticia de la salvación, y creyeron en ella, también han sido marcados con un sello por el Espíritu Santo prometido.
    Ese Espíritu es el anticipo de nuestra herencia y prepara la redención del pueblo que Dios adquirió para sí, para alabanza de su gloria.


Salmo 33(32),1-2.4-5.12-13.

Aclamen, justos, al Señor:
es propio de los buenos alabarlo.
Alaben al Señor con la cítara,
toquen en su honor el arpa de diez cuerdas.

Porque la palabra del Señor es recta
y él obra siempre con lealtad;
él ama la justicia y el derecho,
y la tierra está llena de su amor.

¡Feliz la nación cuyo Dios es el Señor,
el pueblo que él se eligió como herencia!
El Señor observa desde el cielo
y contempla a todos los hombres.


    Evangelio según San Lucas 12,1-7.

    Se reunieron miles de personas, hasta el punto de atropellarse unos a otros. Jesús comenzó a decir, dirigiéndose primero a sus discípulos: "Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía.
    No hay nada oculto que no deba ser revelado, ni nada secreto que no deba ser conocido.
    Por eso, todo lo que ustedes han dicho en la oscuridad, será escuchado en pleno día; y lo que han hablado al oído, en las habitaciones más ocultas, será proclamado desde lo alto de las casas.
    A ustedes, mis amigos, les digo: No teman a los que matan el cuerpo y después no pueden hacer nada más.
    Yo les indicaré a quién deben temer: teman aquel que, después de matar, tiene el poder de arrojar a la Gehena. Sí, les repito, teman a ese.
    ¿No se venden acaso cinco pájaros por dos monedas? Sin embargo, Dios no olvida a ninguno de ellos.
    Ustedes tienen contados todos sus cabellos: no teman, porque valen más que muchos pájaros."

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 16 de Octubre - «A vosotros os digo, amigos míos: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo»


        Benedicto XVI papa 2005-2013 Encíclica «Spes salvi», 27

«A vosotros os digo, amigos míos: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo»

    El que no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, está, en el fondo, sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda existencia (cfr Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza que se mantiene a pesar de todas las desilusiones, tan sólo puede ser Dios –el Dios que nos ha amado y nos ama siempre «hasta el fin», hasta el «todo se ha cumplido» (Jn 13,1; 19,30). El que ha sido tocado por el amor comienza a comprender lo que sería precisamente «la vida». Comienza a comprender lo que quieren decir las palabras de esperanza en el rito del bautismo: «De la fe espero la vida eterna», la vida verdadera, la que, totalmente y sin conminaciones, es simplemente la vida en toda su plenitud. Jesús, que ha dicho «he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10), nos ha explicado qué significa «la vida»: «La vida eterna es que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). La vida en el sentido verdadero, no se tiene en sí misma, de sí misma, ni tan sólo por sí misma: es una relación. Y la vida en su totalidad es relación con Aquel que es la fuente de la vida. Si estamos en relación con aquel que no muere, que él mismo es la Vida y el Amor, entonces estamos en la vida. Entonces vivimos.

SANTORAL - SANTA MARGARITA MARÍA ALACOQUE

16 de Octubre


    Santa Margarita María Alacoque, virgen, monja de la Orden de la Visitación de la Virgen María, que progresó de modo admirable en la vía de la perfección y, enriquecida con gracias místicas, trabajó mucho para propagar el culto al Sagrado Corazón de Jesús, del que era muy devota. Murió en el monasterio de Paray-le-Monial, en la región de Autun, en Francia, el día diecisiete de octubre. A pesar de los grandes santos y del inmenso número de personas piadosas que hubo en Francia en el siglo XVII, no se puede negar que la vida religiosa de dicho país se había enfriado, en parte debido a la corrupción de las costumbres y, en parte, a la mala influencia del jansenismo, que había divulgado la idea de un Dios que no amaba a toda la humanidad. Pero, entre 1625 y 1690, florecieron en Francia tres santos, Juan Eudes, Claudio de la Colombiére y Margarita María Alacoque, quienes enseñaron a la Iglesia, tal como la conocemos actualmente, la devoción al Sagrado Corazón como símbolo del amor sin límites que movió al Verbo a encarnarse, a instituir la Eucaristía y a morir en la cruz por nuestros pecados, ofreciéndose al Padre Eterno como víctima y sacrificio.

    Margarita, la más famosa de los «santos del Sagrado Corazón» nació en 1647, en Janots, barrio oriental del pueblecito de L'Hautecour, en Borgoña. Margarita fue la quinta de los siete hijos de un notario acomodado. Desde pequeña, era muy devota y tenía verdadero horror de «ser mala». A los cuatro años «hizo voto de castidad», aunque ella misma confesó más tarde que a esa edad no entendía lo que significaban las palabras «voto» y «castidad». Cuando tenía unos ocho años, murió su padre. Por entonces, ingresó la niña en la escuela de las Clarisas Pobres de Charolles. Desde el primer momento, se sintió atraída por la vida de las religiosas, en quienes la piedad de Margarita produjo tan buena impresión, que le permitieron hacer la primera comunión a los nueve años. Dos años después, Margarita contrajo una dolorosa enfermedad reumática que la obligó a guardar cama hasta los quince años; naturalmente, tuvo que retornar a L'Hautecour. Desde la muerte de su padre, se habían instalado en su casa varios parientes y una de sus hermanas, casada, había relegado a segundo término a su madre y había tomado en sus manos el gobierno de la casa. Margarita y su madre eran tratadas como criadas. Refiriéndose a aquella época de su vida, la santa escribió más tarde en su autobiografía: «Por entonces, mi único deseo era buscar consuelo y felicidad en el Santísimo Sacramento; pero vivíamos a cierta distancia de la iglesia, y yo no podía salir sin el permiso de esas personas. Algunas veces sucedía que una me lo daba y la otra me lo negaba». La hermana de Margarita afirmaba que no era más que un pretexto para salir a hablar con algún joven del lugar. Margarita se retiraba entonces al rincón más escondido del huerto, donde pasaba largas horas orando y llorando sin probar alimento, a no ser que alguno de los vecinos se apiadase de ella. «La mayor de mis cruces era no poder hacer nada por aligerar la de mi madre».

    Dado que Margarita se reprocha amargamente su espíritu mundano, su falta de fe y su resistencia a la gracia, se puede suponer que no desperdiciaba las ocasiones de divertirse que se le presentaban. En todo caso, cuando su madre y sus parientes le hablaron de matrimonio, la joven no vio con malos ojos la proposición; pero, como no estuviese segura de lo que Dios quería de ella, empezó a practicar severas penitencias y a reunir en el huerto de su casa a los niños pobres para instruirlos, cosa que molestó mucho a sus parientes. Cuando Margarita cumplió veinte años, su familia insistió más que nunca en que contrajese matrimonio; pero la joven, fortalecida por una aparición del Señor, comprendió lo que Dios quería de ella y se negó rotundamente. A los veintidós años recibió el sacramento de la confirmación y tomó el nombre de María. La confirmación le dio valor para hacer frente a la oposición de su familia. Su hermano Crisóstomo le regaló la dote, y Margarita María ingresó en el convento de la Visitación de Paray-le-Monial, en junio de 1671. La joven se mostró humilde, obediente, sencilla y franca en el noviciado. Según el testimonio de una de sus connovicias, edificó a toda la comunidad «por su caridad para con sus hermanas, a las que jamás dijo una sola palabra que pudiese molestarlas, y por la paciencia con que soportó las duras reprimendas y humillaciones a las que fue sometida con frecuencia». En efecto, el noviciado de la santa no fue fácil. Una religiosa de la Visitación debe ser «extraordinaria, en lo ordinario», y Dios conducía ya a Margarita por caminos muy poco ordinarios. Por ejemplo, era absolutamente incapaz de practicar la meditación discursiva: «Por más esfuerzos que hacía yo por practicar el método que me enseñaban, acababa siempre por volver al método de mi Divino Maestro (es decir, la oración de simplicidad), aunque no quisiese». Cuando Margarita hizo la profesión, Dios la tomó por prometida suya «en una forma que no se puede describir con palabras». Desde entonces, «mi divino maestro me incitaba continuamente a buscar las humillaciones y mortificaciones». Por lo demás, Margarita no tuvo que buscarlas cuando fue nombrada ayudante en la enfermería. La hermana Catalina Marest, la directora, era una mujer activa, enérgica y eficiente, en tanto que la santa era callada, lenta y pasiva. Ella misma se encargó de resumir la situación en las siguientes palabras: «Sólo Dios sabe lo que tuve que sufrir allí, tanto por causa de mi temperamento impulsivo y sensible como por parte de las creaturas y del demonio». Hay que reconocer, sin embargo, que si bien la hermana Marest empleaba métodos demasiado enérgicos, también ella tuvo que sufrir no poco. Durante esos dos años y medio, Margarita María sintió siempre muy cerca de sí al Señor y le vio varias veces coronado de espinas.

    El 27 de diciembre de 1673, la devoción de Margarita a la Pasión fructificó en la primera gran revelación. Hallábase sola en la capilla, arrodillada ante el Santísimo Sacramento expuesto y de pronto, se sintió «poseída» por la presencia divina, y Nuestro Señor la invitó a ocupar el sitio que ocupó san Juan (cuya fiesta se celebraba ese día) en la última Cena, y habló a su sierva «de un modo tan sencillo y eficaz, que no me quedó duda alguna de que era Él, aunque en general tiendo a desconfiar mucho de los fenómenos interiores». Jesucristo le dijo que el amor de su Corazón tenía necesidad de ella para manifestarse y que la había escogido como instrumento para revelar al mundo los tesoros de su gracia. Margarita tuvo entonces la impresión de que el Señor tomaba su corazón y lo ponía junto al Suyo. Cuando el señor se lo devolvió, el corazón de la santa ardía en amor divino. Durante dieciocho meses, el Señor se le apareció con frecuencia y le explicó claramente el significado de la primera revelación. Le dijo que deseaba que se extendiese por el mundo el culto a su corazón de carne, en la forma en que se practica actualmente esa devoción, y que ella estaba llamada a reparar, en la medida de lo posible, la frialdad y los desvíos del mundo. La manera de efectuar la reparación consistía en comulgar a menudo y fervorosamente, sobre todo el primer viernes de cada mes, y en velar durante una hora todos los jueves en la noche, en memoria de su agonía y soledad en Getsemaní. (Actualmente la devoción de los nueve primeros viernes y de la hora santa se practican en todo el mundo católico). Después de un largo intervalo, el Señor se apareció por última vez a Santa Margarita, en la octava del Corpus de 1675 y le dijo: «He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, sin ahorrarse ninguna pena, consumiéndose por ellos en prueba de su amor. En vez de agradecérmelo, los hombres me pagan con la indiferencia, la irreverencia, el sacrilegio y la frialdad y desprecian el sacramento de mi amor». En seguida, pidió a Margarita que trabajase por la institución de la fiesta de su Sagrado Corazón, que debía celebrarse el viernes siguiente a la octava del Corpus. De esa suerte, por medio del instrumento que había elegido, Dios manifestó al mundo su voluntad de que los hombres reparasen la ingratitud con que habían correspondido a su bondad y misericordia, adorando el Corazón de carne de su Hijo, unido a la divinidad, como símbolo del amor que le había llevado a morir para redimirlos.

    Nuestro Señor había dicho a santa Margarita: «No hagas nada sin la aprobación de tus superiores, para que el demonio, que no tiene poder alguno sobre las almas obedientes, no pueda engañarte». Cuando Margarita habló del asunto con la madre de Saumaise, su superiora, ésta «hizo cuanto pudo por humillarla y mortificarla y no le permitió poner en práctica nada de lo que el Señor le había ordenado, burlándose de cuanto decía la pobre hermana». Santa Margarita comenta: «Eso me consoló mucho y me retiré con una gran paz en el alma». Pero esos sucesos afectaron su salud y enfermó gravemente. La madre de Saumaise, que deseaba una señal del cielo, dijo a la santa: «Si Dios os devuelve la salud, lo tomaré como un signo de que vuestras visiones proceden de Él y os permitiré que hagáis lo que el Señor desea, en honor de su Sagrado Corazón». La santa se puso en oración y recuperó inmediatamente la salud; la madre de Saumaise cumplió su promesa. Sin embargo, como algunas de las religiosas se negaban a prestar crédito a las visiones de Margarita, la superiora le ordenó someterlas al juicio de ciertos teólogos; desgraciadamente esos teólogos, que carecían de experiencia en cuestiones místicas, dictaminaron que se trataba de meras ilusiones y se limitaron a recomendar que la visionaria comiese más. Nuestro Señor había dicho a la santa que le enviaría un director espiritual comprensivo. En cuanto el P. de la Colombiere se presentó en el convento como confesor extraordinario, Margarita comprendió que era el enviado del Señor. Aun que el P. de la Colombiere no estuvo mucho tiempo en Paray, su breve estancia le bastó para convencerse de la autenticidad de las revelaciones de Margarita María, por quien concibió un gran respeto; además de confirmar su fe en las revelaciones, el P. de la  adoptó la devoción al Sagrado Corazón. Poco después partió para Inglaterra (donde no encontró «Hijas de María, ni mucho menos a una hermana Alacoque») y Margarita atravesó el período más angustioso de su vida. En una visión, el Señor la invitó a ofrecerse como víctima por las faltas de la comunidad y por la ingratitud de algunas religiosas hacia su Sacratísimo Corazón. Margarita resistió largo tiempo y pidió al Señor que no le diese a beber ese cáliz Finalmente. Jesucristo le pidió que aceptase públicamente la prueba, y la santa lo hizo así, llena de confianza, pero al mismo tiempo apenada porque el Señor había tenido que pedírselo dos veces. Ese mismo día, 20 de noviembre de 1677, la joven religiosa, que sólo llevaba cinco años en el convento, obtuvo de su superiora la autorización de «decir y hacer lo que el Señor le pedía» y, arrodillándose ante sus hermanas, les comunicó que Cristo la había elegido como víctima por sus faltas. No todas las religiosas tomaron aquello con el mismo espíritu de humildad y obediencia. La santa comenta: «En aquella ocasión, el Señor me dio a probar el amargo cáliz de su agonía en el huerto». Se cuenta que, a la mañana siguiente, los confesores que había en Paray no fueron suficientes para escuchar las confesiones de todas las religiosas que acudieron a ellos. Desgraciadamente, existen razones para pensar que no faltaron religiosas que mantuvieron su oposición a santa Margarita María por muchos años.

    Durante el gobierno de la madre Greyfié, que sucedió a la madre de Soumaise, santa Margarita recibió grandes gracias y sufrió también duras pruebas interiores y exteriores. El demonio la tentó con la desesperación, la vanagloria y la compasión de sí misma. Tampoco las enfermedades escasearon. En 1681, el P. de la Colombiere fue enviado a Paray por motivos de salud y murió allí en febrero del año siguiente. Santa Margarita tuvo una revelación acerca de la salvación del P. de la Colombiére y no fue ésa la única que tuvo de ese tipo. Dos años después, la madre Melin, quien conocía a Margarita desde su ingreso en el convento, fue elegida superiora de la Visitación y nombró a la santa como ayudante suya, con la aprobación del capítulo. Desde entonces, la oposición contra Margarita cesó o, por lo menos, dejó de manifestarse. El secreto de las revelaciones de la santa llegó a la comunidad en forma dramática (y muy molesta para Margarita), pues fue leído incidentalmente en el refectorio en un libro escrito por el beato de la Colombiére. Pero el triunfo no modificó en lo más mínimo la actitud de Margarita. Una de las obligaciones de la asistenta consistía en hacer la limpieza del coro; un día en que cumplía ese oficio, una de las religiosas le pidió que fuese a ayudar a la cocinera y ella acudió inmediatamente. Como no había tenido tiempo de recoger el polvo, las religiosas encontraron el coro sucio. Esos detalles eran los que ponían fuera de sí a la hermana de Marest, la enfermera y, probablemente, debió acordarse entonces con una sonrisa de la que fuera su discípula doce años antes. Santa Margarita fue nombrada también maestra de novicias y desempeñó el cargo con tanto éxito, que aun las profesas pedían permiso para asistir a sus conferencias. Como su secreto se había divulgado, la santa propagaba abiertamente la devoción al Sagrado Corazón y la inculcaba a sus novicias. En 1685, se celebró privadamente en el noviciado la fiesta del Sagrado Corazón. Al año siguiente, los parientes de una antigua novicia acusaron a Margarita María de ser una impostora y de introducir novedades poco ortodoxas, lo que suscitó nuevamente la oposición durante algún tiempo; pero el 21 de junio de ese año, toda la comunidad celebró en privado la fiesta del Corazón de Jesús. Dos años más larde, se construyó allí una capilla en honor del Sagrado Corazón, y la devoción empezó a propagarse por todos los conventos de las visitandinas y por diversos sitios de Francia.

    En octubre de 1690, después de haber sido elegida asistenta de la superiora por un nuevo período, Margarita cayó enferma. «No viviré mucho -anunció-, pues ya he sufrido cuanto podía sufrir». Sin embargo, el médico declaró que la enfermedad no era muy seria. Una semana después, la santa pidió los últimos sacramentos: «Lo único que necesito es estar con Dios y abandonarme en el Corazón de Jesús». Cuando el sacerdote le ungía los labios, Margarita María expiró. Su canonización tuvo lugar en 1920.

Oremos

    Oh Dios que por una bondad inefable quisiste manifestar a los hombres los inmensos bienes que en el tiempo y eternidad conseguirán por la devoción al Corazón de Jesucristo, tu Divino Hijo, y te valiste de tu sierva Santa Margarita María para darlo a conocer; te suplico me concedas por su intercesión que yo la practique amando y desagraviando al Corazón Divino, para que, sirviéndote fielmente durante mi vida, logre poseerte en la bienaventuranza, donde vives y reinas con el Hijo y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

miércoles, 14 de octubre de 2020

EVANGELIO - 15 de Octubre - San Lucas 11,47-54


    Carta de San Pablo a los Efesios 1,1-10.

    Pablo, Apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, saluda a los santos que creen en Cristo Jesús.
    Llegue a ustedes la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.
    Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor.
    El nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido.
    En él hemos sido redimidos por su sangre y hemos recibido el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia, que Dios derramó sobre nosotros, dándonos toda sabiduría y entendimiento.
    El nos hizo conocer el misterio de su voluntad, conforme al designio misericordioso que estableció de antemano en Cristo, para que se cumpliera en la plenitud de los tiempos: reunir todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo.


Salmo 98(97),1.2-3ab.3cd-4.5-6.

Canten al Señor un canto nuevo,
porque él hizo maravillas:
su mano derecha y su santo brazo
le obtuvieron la victoria.

El Señor manifestó su victoria,
reveló su justicia a los ojos de las naciones:
se acordó de su amor y su fidelidad
en favor del pueblo de Israel.

Los confines de la tierra han contemplado
el triunfo de nuestro Dios.
Aclame al Señor toda la tierra,
prorrumpan en cantos jubilosos.

Canten al Señor con el arpa
y al son de instrumentos musicales;
con clarines y sonidos de trompeta
aclamen al Señor, que es Rey.


    Evangelio según San Lucas 11,47-54.


    Dijo el Señor: «¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes sus mismos padres han matado!
    Así se convierten en testigos y aprueban los actos de sus padres: ellos los mataron y ustedes les construyen sepulcros.
    Por eso la Sabiduría de Dios ha dicho: Yo les enviaré profetas y apóstoles: matarán y perseguirán a muchos de ellos.
    Así se pedirá cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la creación del mundo: desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que fue asesinado entre el altar y el santuario. Sí, les aseguro que a esta generación se le pedirá cuenta de todo esto.
    ¡Ay de ustedes, doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden.»
    Cuando Jesús salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo, exigiéndole respuesta sobre muchas cosas y tendiéndole trampas para sorprenderlo en alguna afirmación.

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 15 de Octubre - «A algunos los matarán y los perseguirán»


San Gregorio Nacianceno, obispo y doctor de la Iglesia Discurso: No desprecies a Cristo. Tercer discurso teológico.

«A algunos los matarán y los perseguirán» 

    Aquel que desprecias ahora fue en su momento superior a ti. Aquel que es hombre ahora fue eternamente perfecto anteriormente. Está en el principio sin causa. Luego se sometió a las contingencias de este mundo… Para salvarte, tú que le insultas, tú que desprecias a Dios porque ha tomado tu basta naturaleza…

    Lo envolvieron en pañales… se levantó de la tumba y se liberó de las vendas de la muerte… Lo acostaron en un pesebre y fue glorificado por los ángeles, anunciado por una estrella, adorado por los magos… Huyó a Egipto, pero liberó a los egipcios de sus supersticiones… Ha conocido la fatiga y es el descanso para todos los que acuden a él… Se deja llamar “samaritano y poseído por el diablo” pero él cura al que cae en manos de bandoleros y salva a los hombres de los espíritus malignos… Él ora y escucha las oraciones de los hombres. Llora y enjuga las lágrimas de los otros. Fue vendido por un precio y rescata el mundo a un precio: su propia sangre.

    Como una oveja que se lleva al matadero, él conduce a las ovejas de Israel a buenos pastizales. Como una oveja que no abre la boca, siendo él la Palabra anunciada por la voz de aquel que llama en el desierto. Fue herido y llagado y cura toda enfermedad y toda debilidad. Fue levantado en el madero, clavado en la cruz, él que restauró nuestra dignidad en el árbol de la vida… Muere pero da vida destruyendo la muerte. Fue sepultado pero resucitó y, subiendo a los cielos, libra a las almas del infierno.

SANTORAL - SANTA TERESA DE ÁVILA

15 de Octubre


    Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia, la cual, nacida en Ávila, ciudad de España, y agregada a la Orden Carmelitana, llegó a ser madre y maestra de una observancia más estrecha; en su corazón concibió un plan de crecimiento espiritual bajo la forma de una ascensión por grados del alma hacia Dios, pero a causa de la reforma de su Orden hubo de sufrir dificultades, que superó con ánimo esforzado. Compuso libros, en los que muestra una sólida doctrina y el fruto de su experiencia.

    Santa Teresa es, sin duda, una de las mujeres más grandes y admirables de la historia y fue considerada doctora de la Iglesia por el pueblo cristiano aun antes de que ese título fuera reconocido oficialmente en 1970 por Pablo VI. Sus padres eran Alonso Sánchez de Cepeda y Beatriz Dávila y Ahumada. La santa habla de ellos con gran cariño. Alonso Sánchez tuvo tres hijos de su primer matrimonio, y Beatriz de Ahumada le dio otros nueve. Al referirse a sus hermanos y medios hermanos, santa Teresa escribe: «por la gracia de Dios, todos se asemejan en la virtud a mis padres, excepto yo». Teresa nació en la ciudad castellana de Ávila, el 28 de marzo de 1515. A los siete años, tenía ya gran predilección por la lectura de las vidas de santos. Su hermano Rodrigo era casi de su misma edad de suerte que acostumbraban jugar juntos. Los dos niños, muy impresionados por el pensamiento de la eternidad, admiraban las victorias de los santos al conquistar la gloria eterna y repetían incansablemente: «Gozarán de Dios para siempre, para siempre, para siempre...» Teresa y su hermano consideraban que los mártires habían comprado la gloria a un precio muy bajo y resolvieron partir al país de los moros con la esperanza de morir por la fe. Así pues, partieron de su casa a escondidas, rogando a Dios que les permitiese dar la vida por Cristo; pero en Adaja se toparon con uno de su tíos, quien los devolvió a los brazos de su afligida madre. Cuando ésta los reprendió, Rodrigo echó la culpa a su hermana.

    En vista del fracaso de sus proyectos, Teresa y Rodrigo decidieron vivir como ermitaños en su propia casa y empezaron a construir una celda en el jardín, aunque nunca llegaron a terminarla. Teresa amaba desde entonces la soledad. En su habitación tenía un cuadro que representaba al Salvador que hablaba con la Samaritana y solía repetir frente a esa imagen: «Señor, dame de beber para que no vuelva a tener sed». La madre de Teresa murió cuando ésta tenía catorce años. «En cuanto empecé a caer en la cuenta de la pérdida que había sufrido, comencé a entristecerme sobremanera; entonces me dirigí a una imagen de Nuestra Señora y le rogué con muchas lágrimas que me tomase por hija suya». Por aquella época, Teresa y Rodrigo empezaron a leer novelas de caballerías y aun trataron de escribir una. La santa confiesa en su «Autobiografía»: «Esos libros no dejaron de enfriar mis buenos deseos y me hicieron caer insensiblemente en otras faltas. Las novelas de caballerías me gustaban tanto, que no estaba yo contenta cuando no tenía una entre las manos. Poco a poco empecé a interesarme por la moda, a tomar gusto en vestirme bien, a preocuparme mucho del cuidado de mis manos, a usar perfumes y a emplear todas las vanidades que el mundo aconsejaba a las personas de mi condición». El cambio que paulatinamente se operaba en Teresa, no dejó de preocupar a su padre, quien la envió, a los quince años de edad a educarse en el convento de las agustinas de Ávila, en el que solían estudiar las jóvenes de su clase.

    Un año y medio más tarde, Teresa cayó enferma, y su padre la llevó a casa. La joven empezó a reflexionar seriamente sobre la vida religiosa, que le atraía y le repugnaba a la vez. La obra que le permitió llegar a una decisión fue la colección de «Cartas» de San Jerónimo, cuyo fervoroso realismo encontró eco en el alma de Teresa. La joven dijo a su padre que quería hacerse religiosa, pero éste le respondió que tendría que esperar a que él muriese para ingresar en el convento. La santa, temiendo flaquear en su propósito, fue a ocultas a visitar a su amiga íntima, Juana Suárez, que era religiosa en el convento carmelita de la Encarnación, en Ávila, con la intención de no volver, si Juana le aconsejaba quedarse, a pesar de la pena que le causaba contrariar la voluntad de su padre. «Recuerdo ... que, al abandonar mi casa, pensaba que la tortura de la agonía y de la muerte no podía ser peor a la que experimentaba yo en aquel momento … El amor de Dios no era suficiente para ahogar en mí el amor que profesaba a mi padre y a mis amigos». La santa determinó quedarse en el convento de la Encarnación. Tenía entonces veinte años. Su padre, al verla tan resuelta, cesó de oponerse a su vocación. Un año más tarde, Teresa hizo la profesión. Poco después, se agravó un mal. que había comenzado a molestarla desde antes de profesar, y su padre la sacó del convento. La hermana Juana Suárez fue a hacer compañía a Teresa, quien se puso en manos de los médicos; desgraciadamente, el tratamiento no hizo sino empeorar la enfermedad, probablemente una fiebre palúdica. Los médicos terminaron por darse por vencidos, y el estado de la enferma se agravó. Teresa consiguió soportar aquella tribulación, gracias a que su tío Pedro, que era muy piadoso, le había regalado un librito del P. Francisco de Osuna, titulado: «El tercer alfabeto espiritual». Teresa siguió las instrucciones de la obrita y empezó a practicar la oración mental, aunque no hizo en ella muchos progresos por falta de un director espiritual experimentado. Finalmente, al cabo de tres años, Teresa recobró la salud.

    Su prudencia y caridad, a las que añadía un gran encanto personal, le ganaron la estima de todos los que la rodeaban. Por otra parte, una especie de instinto innato de agradecimiento movía a la joven religiosa a corresponder a todas las amabilidades. Según la reprobable costumbre de los conventos españoles de la época, las religiosas podían recibir a cuantos visitantes querían, y Teresa pasaba gran parte de su tiempo charlando en el recibidor del convento. Eso la llevó a descuidar la oración mental y el demonio contribuyó, al inculcarle la íntima convicción, bajo capa de humildad, de que su vida disipada la hacía indigna de conversar familiarmente con Dios. Además, la santa se decía para tranquilizarse, que no había ningún peligro de pecado en hacer lo mismo que tantas otras religiosas mejores que ella y justificaba su descuido de la oración mental, diciéndose que sus enfermedades le impedían meditar. Sin embargo, añade la santa, «el pretexto de mi debilidad corporal no era suficiente para justificar el abandono de un bien tan grande, en el que el amor y la costumbre son más importantes que las fuerzas. En medio de las peores enfermedades puede hacerse la mejor oración, y es un error pensar que sólo se puede orar en la soledad». Poco después de la muerte de su padre, el confesor de Teresa le hizo ver el peligro en que se hallaba su alma y le aconsejó que volviese a la práctica de la oración. La santa no la abandonó jamás, desde entonces. Sin embargo, no se decidía aún a entregarse totalmente a Dios ni a renunciar del todo a las horas que pasaba en el recibidor y al intercambio de regalillos. Es curioso notar que, en todos esos años de indecisión en el servicio de Dios, santa Teresa no se cansaba jamás de oír sermones «por malos que fuesen»; pero el tiempo que empleaba en la oración «se le iba en desear que los minutos pasasen pronto y que la campana anunciase el fin de la meditación, en vez de reflexionar en las cosas santas». Convencida cada vez más de su indignidad, Teresa invocaba con frecuencia a los dos grandes santos penitentes, María Magdalena y Agustín, con quienes están asociados dos hechos que fueron decisivos en la vida de la santa. El primero, fue la lectura de las «Confesiones». El segundo fue un llamamiento a la penitencia que la santa experimentó ante una imagen de la Pasión del Señor: «Sentí que santa María Magdalena acudía en mi ayuda ... y desde entonces he progresado mucho en la vida espiritual».

    Una vez que Teresa se retiró de las conversaciones del recibidor y de otras ocasiones de disipación y de faltas (que ella exageraba sin duda), Dios empezó a favorecerla frecuentemente con la oración de quietud y de unión. La oración de unión ocupó un largo período de su vida, con el gozo y el amor que le son característicos, y Dios empezó a visitarla con visiones y comunicaciones interiores. Ello la inquietó, porque había oído hablar con frecuencia de ciertas mujeres a las que el demonio había engañado miserablemente con visiones imaginarias. Aunque estaba persuadida de que sus visiones procedían de Dios, su perplejidad la llevó a consultar el asunto con varias personas; desgraciadamente no todas esas personas guardaron el secreto al que estaban obligadas, y la noticia de las visiones de Teresa empezó a divulgarse para gran confusión suya. Una de las personas a las que consultó Teresa fue Francisco de Salcedo, un hombre casado que era un modelo de virtud. Éste la presentó al doctor Daza, sabio y virtuoso sacerdote, quien dictaminó que Teresa era víctima de los engaños del demonio, ya que era imposible que Dios concediese favores tan extraordinarios a una religiosa tan imperfecta como ella pretendía ser. Teresa quedó alarmada e insatisfecha. Francisco de Salcedo, a quien la propia santa afirma que debía su salvación, la animó en sus momentos de desaliento y le aconsejó que acudiese a uno de los padres de la recién fundada Compañía de Jesús. La santa hizo una confesión general con un jesuita, a quien expuso su manera de orar y los favores que había recibido. El jesuita le aseguró que se trataba de gracias de Dios, pero la exhortó a no descuidar el verdadero fundamento de la vida interior. Aunque el confesor de Teresa estaba convencido de que sus visiones procedían de Dios, le ordenó que tratase de resistir durante dos meses a esas gracias. La resistencia de la santa fue en vano.

    Otro jesuita, el P. Baltasar Álvarez, le aconsejó que pidiese a Dios ayuda para hacer siempre lo que fuese más agradable a sus ojos y    que, con ese fin, recitase diariamente el «Veni Creator Spiritus». Así lo hizo Teresa. Un día, precisamente cuando repetía el himno, fue arrebatada en éxtasis y oyó en el interior de su alma estas palabras: «No quiero que converses con los hombres sino con los ángeles». La santa, que tuvo en su vida posterior repetidas experiencias de palabras divinas afirma que son más claras y distintas que las humanas; dice también que las primeras son operativas, ya que producen en el alma una fuerte tendencia a la virtud y la dejan llena de gozo y de paz, convencida de la verdad de lo que ha escuchado. En la época en que el P. Álvarez fue su director, Teresa sufrió graves persecuciones, que duraron tres años; además, durante dos años, atravesó por un período de intensa desolación espiritual, aliviado por momentos de luz y consuelo extraordinarios. La santa quería que los favores que Dios le concedía permaneciesen secretos, pero las personas que la rodeaban estaban perfectamente al tanto y, en más de una ocasión, la acusaron de hipocresía y presunción. El P. Álvarez era un hombre bueno y timorato, que no tuvo el valor suficiente para salir en defensa de su dirigida, aunque siguió confesándola. En 1557, san Pedro de Alcántara pasó por Ávila y, naturalmente, fue a visitar a la famosa carmelita. El santo declaró que le parecía evidente que el Espíritu de Dios guiaba a Teresa, pero predijo que las persecuciones y sufrimientos seguirían lloviendo sobre ella. Las pruebas que Dios le enviaba purificaron el alma de la santa, y los favores extraordinarios le enseñaron a ser humilde y fuerte, la despegaron de las cosas del mundo y la encendieron en el deseo de poseer a Dios. En algunos de sus éxtasis, de los que nos dejó la santa una descripción detallada, se elevaba varios palmos sobre el suelo. A este propósito, comenta Teresa: Dios «no parece contentarse con arrebatar el alma a Sí, sino que levanta también este cuerpo mortal, manchado con el barro asqueroso de nuestros pecados». En esos éxtasis se manifestaban la grandeza y bondad de Dios, el exceso de su amor y la dulzura de su servicio en forma sensible, y el alma de Teresa lo comprendía con claridad, aunque era incapaz de expresarlo. El deseo del cielo que dejaban las visiones en su alma era inefable. «Desde entonces, dejé de tener miedo a la muerte, cosa que antes me atormentaba mucho». Las experiencias místicas de la santa llegaron a las alturas de los esponsales espirituales, el matrimonio místico y la transverberación.

    Santa Teresa nos dejó el siguiente relato sobre el fenómeno de la transverberación: «Vi a mi lado a un ángel que se hallaba a mi izquierda, en forma humana. Confieso que no estoy acostumbrada a ver tales cosas, excepto en muy raras ocasiones. Aunque con frecuencia me acontece ver a los ángeles, se trata de visiones intelectuales, como las que he referido más arriba … El ángel era de corta estatura y muy hermoso; su rostro estaba encendido como si fuese uno de los ángeles más altos que son todo fuego. Debía ser uno de los que llamamos querubines … Llevaba en la mano una larga espada de oro, cuya punta parecía un ascua encendida. Me parecía que por momentos hundía la espada en mi corazón y me traspasaba las entrañas y, cuando sacaba la espada, me parecía que las entrañas se me escapaban con ella y me sentía arder en el más grande amor de Dios. El dolor era tan intenso, que me hacía gemir, pero al mismo tiempo, la dulcedumbre de aquella pena excesiva era tan extraordinaria, que no hubiese yo querido verme libre de ella». El anhelo de Teresa de morir pronto para unirse con Dios, estaba templado por el deseo que la inflamaba de sufrir por su amor. A este propósito escribió: «La única razón que encuentro para vivir, es sufrir, y eso es lo único que pido para mí». Según reveló la autopsia en el cadáver de la santa, había en su corazón la cicatriz de una herida larga y profunda («Estoy convencido de que santa Teresa murió en un trasporte de amor … En cuanto a la herida de la arteria coronaria … hay que reconocer que, aunque haya sido causada por el arranque de amor sobrenatural descrito por san Juan de la Cruz, los síntomas de fatiga … , sobre los que existen varios testimonios, prueban que la santa tenía una predisposición a la dilatación y la ruptura del miocardio.» Dr. Juan L'hermitte, en Etudes Carmelites, 1936, vol. II, p. 242.). El año siguiente (1560), para corresponder a esa gracia, la santa hizo el voto de hacer siempre lo que le pareciese más perfecto y agradable a Dios. Un voto de esa naturaleza está tan por encima de las fuerzas naturales, que sólo el esforzarse por cumplirlo puede justificarlo. Santa Teresa cumplió perfectamente su voto.

    El relato que la santa nos dejó en su «Autobiografía» sobre sus visiones y experiencias espirituales, tiene el tono de la verdad. Es imposible leerlo sin quedar convencido de la sinceridad de su autora, que en todos sus escritos da muestras de una extraordinaria sencillez de estilo y de una preocupación constante por no exagerar los hechos. La Iglesia califica de «celestial» la doctrina de santa Teresa, en la oración del día de su fiesta. Las obras de la «mística Doctora» ponen al descubierto los rincones más recónditos del alma humana. La santa explica con una claridad casi increíble las experiencias más inefables. Y debe hacerse notar que Teresa era una mujer relativamente inculta, que escribió sus experiencias en la común lengua castellana de los habitantes de Ávila, que ella había aprendido «en el regazo de su madre»; una mujer que escribió sin valerse de otros libros, sin haber estudiado previamente las obras místicas y sin tener ganas de escribir, porque ello le impedía dedicarse a hilar; una mujer, en fin, que sometió sin reservas sus escritos al juicio de su confesor y sobre todo, al juicio de la Iglesia. La santa empezó a escribir su autobiografía por mandato de su confesor: «La obediencia se prueba de diferentes maneras». Por otra parte, el mejor comentario de las obras de la santa es la paciencia con que sobrellevó las enfermedades, las acusaciones y los desengaños; la confianza absoluta con que acudía en todas las tormentas y dificultades al Redentor crucificado y el invencible valor que demostró en todas las penas y persecuciones. Los escritos de santa Teresa subrayan sobre todo el espíritu de oración, la manera de practicarlo y los frutos que produce. Como la santa escribió precisamente en la época en que estaba consagrada a la difícil tarea de fundar conventos de carmelitas reformadas, sus obras, prescindiendo de su naturaleza y contenido, dan testimonio de su vigor, industriosidad y capacidad de recogimiento. Santa Teresa escribió el «Camino de Perfección» para dirigir a sus religiosas, y el libro de las «Fundaciones» para edificarlas y alentarlas. En cuanto al «Castillo Interior», puede considerarse que lo escribió para la instrucción de todos los cristianos, y en esa obra se muestra la santa como verdadera doctora de la vida espiritual.

    Las carmelitas, como la mayoría de las religiosas, habían decaído mucho del primer fervor, a principios del siglo XVI. Ya hemos visto que los recibidores de los conventos de Ávila eran una especie de centro de reunión de las damas y caballeros de la ciudad. Por otra parte, las religiosas podían salir de la clausura con el menor pretexto, de suerte que el convento era el sitio ideal para quien deseaba una vida fácil y sin problemas. Las comunidades eran sumamente numerosas, lo cual era a la vez causa y efecto de la relajación. Por ejemplo, en el convento de Ávila había 140 religiosas. Santa Teresa comentaba más tarde: «La experiencia me ha enseñado lo que es una casa llena de mujeres. ¡Dios nos guarde de ese mal!» Ya que tal estado de cosas se aceptaba como normal, las religiosas no caían generalmente en la cuenta de que su modo de vida se apartaba mucho del espíritu de sus fundadores. Así, cuando una sobrina de santa Teresa, que era también religiosa en el convento de la Encarnación de Ávila, le sugirió la idea de fundar una comunidad reducida, la santa la consideró como una especie de revelación del cielo, no como una idea ordinaria. Teresa, que llevaba ya veinticinco años en el convento, resolvió poner en práctica la idea y fundar un convento reformado. Doña Guiomar de Ulloa, que era una viuda muy rica, le ofreció ayuda generosa para la empresa. San Pedro de Alcántara, san Luis Beltrán y el obispo de Ávila, aprobaron el proyecto, y el P. Gregorio Fernández, provincial de las carmelitas, autorizó a Teresa a ponerlo en práctica. Sin embargo, el revuelo que provocó la ejecución del proyecto, obligó al provincial a retirar el permiso y santa Teresa fue objeto de las críticas de sus propias hermanas, de los nobles, de los magistrados y de todo el pueblo. A pesar de eso, el P. Ibáñez, dominico, alentó a la santa a proseguir la empresa con la ayuda de Doña Guiomar. Doña Juana de Ahumada, hermana de santa Teresa, emprendió con su esposo la construcción de un convento en Ávila en 1561, pero haciendo creer a todos que se trataba de una casa en la que pensaban habitar. En el curso de la construcción, una pared del futuro convento se derrumbó y cubrió bajo los escombros al pequeño Gonzalo, hijo de doña Juana, que se hallaba allí jugando. Santa Teresa tomó en brazos al niño, que no daba ya señales de vida, y se puso en oración; algunos minutos más tarde, el niño estaba perfectamente sano, según consta en el proceso de canonización. En lo sucesivo, Gonzalo solía repetir a su tía que estaba obligada a pedir por su salvación, puesto que a sus oraciones debía el verse privado del cielo.

    Por entonces, llegó de Roma un breve que autorizaba la fundación del nuevo convento. San Pedro de Alcántara, don Francisco de Salcedo y el Dr. Daza, consiguieron ganar al obispo a la causa, y la nueva casa se inauguró bajo sus auspicios el día de San Bartolomé de 1562. Durante la misa que se celebró en la capilla con tal ocasión, tornaron el velo la sobrina de la santa y otras tres novicias. La inauguración causó gran revuelo en Ávila. Esa misma tarde, la superiora del convento de la Encarnación mandó llamar a Teresa y la santa acudió con cierto temor, «pensando que iban a encarcelarme». Naturalmente tuvo que explicar su conducta a su superiora y al P. Ángel de Salazar, provincial de la orden. Aunque la santa reconoce que no faltaba razón a sus superiores para estar disgustados, el P. Salazar le prometió que podría retornar al convento de San José en cuanto se calmase la excitación del pueblo. La fundación no era bien vista en Ávila, porque las gentes desconfiaban de las novedades y temían que un convento sin fondos suficientes se convirtiese en una carga demasiado pesada para la ciudad. El alcalde y los magistrados hubiesen acabado por mandar demoler el convento, si no los hubiese disuadido de ello el dominico Báñez. Por su parte, Santa Teresa no perdió la paz en medio de las persecuciones y siguió encomendando a Dios el asunto; el Señor se le apareció y la reconfortó. Entre tanto, Francisco de Salcedo y otros partidarios de la fundación enviaron a la corte a un sacerdote para que defendiese la causa ante el rey, y los dos dominicos, Báñez e Ibáñez, calmaron al obispo y al provincial. Poco a poco fue desvaneciéndose la tempestad y, cuatro meses más tarde, el P. Salazar dio permiso a santa Teresa de volver al convento de San José, con otras cuatro religiosas de la Encarnación. La santa estableció la más estricta clausura y el silencio casi perpetuo. El convento carecía de rentas y reinaba en él la mayor pobreza; las religiosas vestían toscos hábitos, usaban sandalias en vez de zapatos (por ello se les llamó «descalzas») y estaban obligadas a la perpetua abstinencia de carne. Santa Teresa no admitió al principio más que a trece religiosas, pero más tarde, en los conventos que no vivían sólo de limosnas sino que poseían rentas, aceptó que hubiese veintiuna. En 1567, el superior general de los carmelitas, Juan Bautista Rubio (Bossi), visitó el convento de Ávila y quedó encantado de la superiora y de su sabio gobierno; concedió a santa Teresa plenos poderes para fundar otros conventos del mismo tipo (a pesar de que el de San José había sido fundado sin que él lo supiese) y aun la autorizó a fundar dos conventos de frailes reformados («carmelitas contemplativos»), en Castilla. Santa Teresa pasó cinco años con sus trece religiosas en el convento de San José, precediendo a sus hijas no sólo en la oración, sino también en los trabajos humildes, como la limpieza de la casa y el hilado. Acerca de esa época escribió: «Creo que fueron los años más tranquilos y apacibles de mi vida, pues disfruté entonces de la paz que tanto había deseado mi alma … Su Divina Majestad nos enviaba lo necesario para vivir sin que tuviésemos necesidad de pedirlo, y en las raras ocasiones en que nos veíamos en necesidad, el gozo de nuestras almas era todavía mayor». La santa no se contenta con generalidades, sino que desciende a ejemplos menudos, como el de la religiosa que plantó horizontalmente un pepino por obediencia y la cañería que llevó al convento el agua de un pozo que, según los plomeros, era demasiado bajo. En agosto de 1567, santa Teresa se trasladó a Medina del Campo, donde fundó el segundo convento, a pesar de las múltiples dificultades que surgieron. La condesa de la Cerda quería que fundase otro convento en Malagón, y Santa Teresa le hizo en Madrid una visita que ella misma califica de «muy aburrida». Una vez que dejó establecido el convento de Malagón, fue a fundar otro en Valladolid. La siguiente fundación tuvo lugar en Toledo; fue esa empresa especialmente difícil, porque la santa sólo tenía cinco ducados al comenzar; pero, según escribía, «Teresa y cinco ducados no son nada; pero Dios, Teresa y cinco ducados bastan y sobran». Una joven de Toledo, que gozaba de gran fama de virtud, pidió ser admitida en el convento y dijo a la fundadora que traería consigo su Biblia. Teresa exclamó: «¿Vuestra Biblia? ¡Dios nos guarde! No entréis en nuestro convento, porque nosotras somos unas pobres mujeres que sólo sabemos hilar y hacer lo que se nos dice».

    La santa había encontrado en Medina del Campo a dos frailes carmelitas que estaban dispuestos a abrazar la reforma: uno era Antonio de Jesús de Heredia, superior del convento de dicha ciudad y el otro, Juan de Yepes, más conocido con el nombre de san Juan de la Cruz. Aprovechando la primera oportunidad que se le ofreció, santa Teresa fundó un convento de frailes en el pueblecito de Duruelo en 1568; a éste siguió, en 1569, el convento de Pastrana. En ambos reinaba la mayor pobreza y austeridad. Santa Teresa dejó el resto de las fundaciones de conventos de frailes a cargo de san Juan de la Cruz. La santa fundó también en Pastrana un convento de carmelitas descalzas. Cuando murió Don Ruy Gómez de Silva, quien había ayudado a Teresa en la fundación de los conventos de Pastrana, su mujer quiso hacerse carmelita, pero exigiendo numerosas dispensas de la regla y conservando el tren de vida de una princesa. Teresa, viendo que era imposible reducirla a la humildad propia de su profesión, ordenó a sus religiosas que se trasladasen a Segovia y dejasen a la princesa su casa de Pastrana. En 1570 la santa, con otra religiosa, tomó posesión en Salamanca de una casa que hasta entonces había estado ocupada por ciertos estudiantes «que se preocupaban muy poco de la limpieza». Era un edificio grande, complicado y ruinoso, de suerte que al caer la noche la compañera de la santa empezó a ponerse muy nerviosa. Cuando se hallaban ya acostadas en sendos montones de paja («lo primero que llevaba yo a un nuevo monasterio era un poco de paja para que nos sirviese de lecho»), Teresa preguntó a su compañera en qué pensaba. La religiosa respondió: «Estaba yo pensando qué haría su reverencia si muriese yo en este momento y su reverencia quedase sola con un cadáver». La santa confiesa que la idea la sobresaltó, porque, aunque no tenía miedo de los cadáveres, la vista de ellos le producía siempre «un dolor en el corazón». Sin embargo, respondió simplemente: «Cuando eso suceda, ya tendré tiempo de pensar lo que haré, por el momento lo mejor es dormir». En julio de ese año, mientras se hallaba haciendo oración, tuvo una visión del martirio de los beatos jesuitas Juan Acevedo y sus compañeros, entre los que se contaba su pariente Francisco Pérez Godoy. La visión fue tan clara, que Teresa tenía la impresión de haber presenciado directamente la escena, e inmediatamente la describió detalladamente al P. Álvarez, quien un mes más tarde, cuando las nuevas del martirio llegaron a España, pudo comprobar la exactitud de la visión de la santa.

    Por entonces, san Pío V nombró a varios visitadores apostólicos para que hiciesen una investigación sobre la relajación de las diversas órdenes religiosas, con miras a la reforma. El visitador de los carmelitas de Castilla fue un dominico muy conocido, el P. Pedro Fernández. Naturalmente, el efecto que le produjo el convento de la Encarnación de Ávila fue muy malo, e inmediatamente mandó llamar a santa Teresa para nombrarla superiora del mismo. La tarea era particularmente desagradable para la santa, tanto porque tenía que separarse de sus hijas, como por la dificultad de dirigir una comunidad que, desde el principio, había visto con recelo sus actividades de reformadora. Al principio, las religiosas se negaron a obedecer a la nueva superiora, cuya sola presencia producía ataques de histeria en algunas. La santa comenzó por explicarles que su misión no consistía en instruirlas y guiarlas con el látigo en la mano, sino en servirlas y aprender de ellas: «Madres y hermanas mías, el Señor me ha enviado aquí por la voz de la obediencia a desempeñar un oficio en el que yo jamás había pensado y para el que me siento muy mal preparada … Mi única intención es serviros … No temáis mi gobierno. Aunque he vivido largo tiempo entre las carmelitas descalzas y he sido su superiora, sé también, por la misericordia del Señor, cómo gobernar a las carmelitas calzadas». De esta manera se ganó la simpatía y el afecto de la comunidad y le fue menos difícil restablecer la disciplina entre las carmelitas calzadas, de acuerdo con sus constituciones. Poco a poco prohibió completamente las visitas demasiado frecuentes (lo cual molestó mucho a ciertos caballeros de Ávila), puso en orden las finanzas del convento e introdujo el verdadero espíritu del claustro. En resumen, fue aquella una realización característicamente teresiana. En Veas, a donde había ido a fundar un convento, la santa conoció al P. Jerónimo Gracián, quien la convenció fácilmente para que extendiese su campo de acción hasta Sevilla. El P. Gracián era un fraile de la reforma carmelita que acababa precisamente de predicar la cuaresma en Sevilla. Fuera de la fundación del convento de San José de Ávila, ninguna otra fue más difícil que la del de Sevilla; entre otras dificultades una novicia que había sido despedida, denunció a las carmelitas descalzas ante la Inquisición como «iluminadas» y otras cosas peores.

    Los carmelitas de Italia veían con malos ojos el progreso de la reforma en España, lo mismo que los carmelitas no reformados de España, pues comprendían que un día u otro se verían obligados a reformarse. El P. Rubio, superior general de la Orden, quien hasta entonces había favorecido a santa Teresa, se pasó al lado de sus enemigos y reunió en Plasencia un capítulo general que aprobó una serie de decretos contra la reforma. El nuevo nuncio apostólico, Felipe de Sega, destituyó al P. Gracián de su cargo de visitador de los carmelitas descalzos y encarceló a san Juan de la Cruz en un monasterio; por otra parte, ordenó a santa Teresa que se retirase al convento que ella eligiera y que se abstuviese de fundar otros nuevos. La santa, al mismo tiempo que encomendaba el asunto a Dios, decidió valerse de los amigos que tenía en el mundo y consiguió que el propio Felipe II interviniese en su favor. En efecto, el monarca convocó al nuncio y le reprendió severamente por haberse opuesto a la reforma del Carmelo; además, en 1580, obtuvo de Roma una orden que eximía a los carmelitas descalzos de la jurisdicción del provincial de los calzados. El P. Gracián fue elegido provincial de los carmelitas descalzos. «Esa separación fue uno de los mayores gozos y consolaciones de mi vida, pues en aquellos veinticinco años nuestra orden había sufrido más persecuciones y pruebas de las que yo podría escribir en un libro. Ahora estábamos por fin en paz, calzados y descalzos, y nada iba a distraernos del servicio de Dios».

    Indudablemente santa Teresa era una mujer excepcionalmente dotada. Su bondad natural, su ternura de corazón y su imaginación chispeante de gracia, equilibradas por una extraordinaria madurez de juicio y una profunda intuición psicológica, le ganaban generalmente el cariño y el respeto de todos. Razón tenía el poeta Crashaw al referirse a santa Teresa bajo los símbolos aparentemente opuestos de «el águila» y «la paloma». Cuando le parecía necesario, la santa sabía hacer frente a las más altas autoridades civiles o eclesiásticas, y los ataques del mundo no le hacían doblar la cabeza. Las palabras que dirigió al P. Salazar: «Guardaos de oponeros al Espíritu Santo», no fueron un reto de histérica; y no fue un abuso de autoridad lo que la movió a tratar con dureza implacable a una superiora que se había incapacitado a fuerza de hacer penitencia. Pero el águila no mataba a la paloma, como puede verse por la carta que escribió a un sobrino suyo que llevaba una vida alegre y disipada: «Bendito sea Dios porque os ha guiado en la elección de una mujer tan buena y ha hecho que os caséis pronto, pues habíais empezado a disiparos desde tan joven, que temíamos mucho por vos. Esto os mostrará el amor que os profeso». La santa tomó a su cargo a la hija ilegítima y a la hermana del joven, la cual tenía entonces siete años: «Las religiosas deberíamos tener siempre con nosotras a una niña de esa edad». El ingenio y la franqueza de Teresa jamás sobrepasaban la medida, ni siquiera cuando los empleaba como un arma. En cierta ocasión en que un caballero indiscreto alabó la belleza de su pies descalzos, Teresa se echó a reír y le dijo que los mirase bien porque jamás volvería a verlos. Los famosos dichos «Bien sabéis lo que es una comunidad de mujeres» e «Hijas mías, estas son tonterías de mujeres», prueban el realismo con que la santa consideraba a sus súbditas. Criticando un escrito de su buen amigo Francisco de Salcedo, Teresa le escribía: «El señor Salcedo repite constantemente: `Como dice San Pablo', `Como dice el Espíritu Santo', y termina declarando que su obra es una serie de necedades. Me parece que voy a denunciarle a la Inquisición». La intuición de santa Teresa se manifestaba sobre todo en la elección de las novicias de las nuevas fundaciones. Lo primero que exigía, aun antes que la piedad, era que fuesen inteligentes, es decir, equilibradas y maduras, porque sabía que es más fácil adquirir la piedad que la madurez de juicio. «Una persona inteligente es sencilla y sumisa, porque ve sus faltas y comprende que tiene necesidad de un guía. Una persona tonta y estrecha es incapaz de ver sus faltas, aunque se las pongan delante de los ojos; y como está satisfecha de sí misma, jamás se mejora». «Aunque el Señor diese a esta joven los dones de la devoción y la contemplación, jamás llegará a ser inteligente, de suerte que será siempre una carga para la comunidad. ¡Que Dios nos guarde de las monjas tontas!» Imposible ser más realista que santa Teresa.

    En 1580, cuando se llevó a cabo la separación de las dos ramas del Carmelo, santa Teresa tenía ya sesenta y cinco años y su salud estaba muy debilitada. En los dos últimos años de su vida fundó otros dos conventos, lo cual hacía un total de diecisiete. Las fundaciones de la santa no eran simplemente un refugio de las almas contemplativas, sino también una especie de reparación de los destrozos llevados a cabo en los monasterios por el protestantismo, principalmente en Inglaterra y Alemania. Dios tenía reservada para los últimos años de vida de su sierva, la prueba cruel de que interviniera en el proceso legal del testamento de su hermano Lorenzo, cuya hija era superiora en el convento de Valladolid. Como uno de los abogados tratase con rudeza a la santa, ésta replicó: «Quiera Dios trataros con la cortesía con que vos me tratáis a mí». Sin embargo, Teresa se quedó sin palabra cuando su sobrina, que hasta entonces había sido una excelente religiosa, la puso a la puerta del convento de Valladolid, que ella misma había fundado. Poco después, la santa escribía a la madre María de San José: «Os suplico, a vos y a vuestras religiosas, que no pidáis a Dios que me alargue la vida. Al contrario, pedidle que me lleve pronto al eterno descanso, pues ya no puedo seros de ninguna utilidad». En la fundación del convento de Burgos, que fue la última, las dificultades no escasearon. En julio de 1582, cuando el convento estaba ya en marcha, santa Teresa tenía la intención de retornar a Ávila, pero se vio obligada a modificar sus planes para ir a Alba de Tormes a visitar a la duquesa María Henríquez. La beata Ana de San Bartolomé refiere que el viaje no estuvo bien proyectado y que santa Teresa se hallaba ya tan débil, que se desmayó en el camino. Una noche sólo pudieron comer unos cuantos higos. Al llegar a Alba de Tormes, la santa tuvo que acostarse inmediatamente. Tres días más tarde, dijo a la beata Ana: «Por fin, hija mía, ha llegado la hora de mi muerte». El P. Antonio de Heredia le dio los últimos sacramentos y le preguntó dónde quería que la sepultasen. Teresa replicó sencillamente: «¿Tengo que decidirlo yo? ¿Me van a negar aquí un agujero para mi cuerpo?» Cuando el P. de Heredia le llevó el viático, la santa consiguió erguirse en el lecho, y exclamó: «¡Oh, Señor, por fin ha llegado la hora de vernos cara a cara!» Santa Teresa de Jesús, visiblemente trasportada por lo que el Señor le mostraba, murió en brazos de la beata Ana a las 9 de la noche del 4 de octubre de 1582. Precisamente al día siguiente, entró en vigor la reforma gregoriana del calendario, que suprimió diez días, de suerte que la fiesta de la santa fue fijada, más tarde, el 15 de octubre. Teresa fue sepultada en Alba de Tormes, donde reposan todavía sus reliquias. Su canonización tuvo lugar en 1622, y en 1970, como ya dijimos, fue proclamada Doctora de la Iglesia.

Oremos

    Oh, Santa Teresa, Virgen seráfica, querida esposa de Tu Señor Crucificado, tú, quien en la tierra ardió con un amor tan intenso hacia tu Dios y mi Dios, y ahora iluminas como una llama resplandeciente en el paraíso, obtén para mi también, te lo ruego, un destello de ese mismo fuego ardiente y santo que me ayude a olvidar el mundo, las cosas creadas, aún a mí mismo, porque tu ardiente deseo era verle adorado por todos los hombres. Concédeme que todos mis pensamientos, deseos y afectos sean dirigidos siempre a hacer la voluntad de Dios, la Bondad suprema, aun estando en gozo o en dolor, porque Él es digno de ser amado y obedecido por siempre. Obtén para mí esta gracia, tú que eres tan poderosa con Dios: que yo me llene de fuego, como tú, con el santo amor de Dios. Amén. (Oración a Santa Teresa de Jesús de San Alfonso María de Ligorio).

martes, 13 de octubre de 2020

EVANGELIO - 14 de Octubre - San Lucas 11,42-46


    Carta de San Pablo a los Gálatas 5,18-25.

    Hermanos: Si están animados por el Espíritu, ya no están sometidos a la Ley.
    Se sabe muy bien cuáles son las obras de la carne: fornicación, impureza y libertinaje, idolatría y superstición, enemistades y peleas, rivalidades y violencias, ambiciones y discordias, sectarismos, disensiones y envidias, ebriedades y orgías, y todos los excesos de esta naturaleza. Les vuelvo a repetir que los que hacen estas cosas no poseerán el Reino de Dios.
    Por el contrario, el fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia. Frente a estas cosas, la Ley está de más, porque los que pertenecen a Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus malos deseos.
    Si vivimos animados por el Espíritu, dejémonos conducir también por él.


Salmo 1,1-2.3.4.6.

¡Feliz el hombre
que no sigue el consejo de los malvados,
ni se detiene en el camino de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los impíos,
sino que se complace en la ley del Señor
y la medita de día y de noche!

El es como un árbol
plantado al borde de las aguas,
que produce fruto a su debido tiempo,
y cuyas hojas nunca se marchitan:
todo lo que haga le saldrá bien.

No sucede así con los malvados:
ellos son como paja que se lleva el viento.
Porque el Señor cuida el camino de los justos,
pero el camino de los malvados termina mal.


    Evangelio según San Lucas 11,42-46.

    «¡Ay de ustedes, fariseos, que pagan el impuesto de la menta, de la ruda y de todas las legumbres, y descuidan la justicia y el amor de Dios! Hay que practicar esto, sin descuidar aquello.
    ¡Ay de ustedes, fariseos, porque les gusta ocupar el primer asiento en las sinagogas y ser saludados en las plazas!
    ¡Ay de ustedes, porque son como esos sepulcros que no se ven y sobre los cuales se camina sin saber!".
    Un doctor de la Ley tomó entonces la palabra y dijo: «Maestro, cuando hablas así, nos insultas también a nosotros».
   El le respondió: «¡Ay de ustedes también, porque imponen a los demás cargas insoportables, pero ustedes no las tocan ni siquiera con un dedo!»

   Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 14 de Octubre - "El celo amargo de los fariseos"

 


Beato Columba Marmion (1858-1923) abad El buen celo (Le Christ Idéal du Moine, DDB, 1936), trad. sc©evangelizo.org

El celo amargo de los fariseos

    Se encuentran formas de mal celo que toman la apariencia de buen celo. Por ejemplo, el celo de los fariseos, estrictos observantes de la ley exterior. Ese celo “amargo” (…) no tiene su fuente en el amor de Dios y del prójimo, sino en el orgullo. Los que son afectados de orgullo están llenos de una estima descomedida por su propia perfección. No poseen otro ideal que el propio y es despreciado todo lo que no se acuerda con él. Quieren que todo se pliegue a su forma de ver y hacer y por eso las disensiones. Ese celo finaliza en odio. Miren con cuanta aspereza los fariseos, animados de ese mal celo, persiguen al Señor posándole preguntas insidiosas, tendiéndole trampas y poniéndole escollos. No buscan la verdad sino que quieren encontrar en falta a Cristo. Miren como lo apuran, lo provocan para que condene a la mujer adúltera: “Moisés nos ordena lapidar a esta mujer. ¿Qué dices tú, Maestro?” (Jn 8,5). Miren cómo le reprochan de realizar sanaciones el día del shabbat (Lc 6,7), cómo reprochan a los discípulos de estrujar las espigas el día de reposo (Mt 12,2), cómo se escandalizan cuando ven al divino Maestro comer con pecadores y publicanos (Mt 9,2). Son todas manifestaciones de ese “celo amargo” en que entra muy seguido la hipocresía.