domingo, 3 de octubre de 2021
EVANGELIO DEL DÍA - 4 DE OCTUBRE - San Lucas 10,25-37.
Libro de Jonás 1,1-16.2,1.11.
La palabra del Señor se dirigió a Jonás, hijo de Amitai, en estos términos: "Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y clama contra ella, porque su maldad ha llegado hasta mí".
Pero Jonás partió para huir a Tarsis, lejos de la presencia del Señor. Bajó a Jope y encontró allí un barco que zarpaba hacia Tarsis; pagó su pasaje y se embarcó para irse con ellos a Tarsis, lejos de la presencia del Señor.
Pero el Señor envió un fuerte viento sobre el mar, y se desencadenó una tempestad tan grande que el barco estaba a punto de partirse.
Los marineros, aterrados, invocaron cada uno a su dios, y arrojaron el cargamento al mar para aligerar la nave. Mientras tanto, Jonás había descendido al fondo del barco, se había acostado y dormía profundamente.
El jefe de la tripulación se acercó a él y le preguntó: "¿Qué haces aquí dormido? Levántate e invoca a tu dios. Tal vez ese dios se acuerde de nosotros, para que no perezcamos".
Luego se dijeron unos a otros: "Echemos suertes para saber por culpa de quién nos viene este desgracia". Así lo hicieron, y la suerte recayó sobre Jonás.
Entonces le dijeron: "Explícanos por qué nos sobrevino esta desgracia. ¿Cuál es tu oficio? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país? ¿A qué pueblo perteneces?".
El les respondió: "Yo soy hebreo y venero al Señor, el Dios del cielo, el que hizo el mar y la tierra".
Aquellos hombres sintieron un gran temor, y le dijeron: "¡Qué has hecho!", ya que comprendieron, por lo que él les había contado, que huía de la presencia del Señor.
Y como el mar se agitaba cada vez más, le preguntaron: "¿Qué haremos contigo para que el mar se nos calme?".
Jonás les respondió: "Levántenme y arrójenme al mar, y el mar se les calmará. Yo sé muy bien que por mi culpa les ha sobrevenido esta gran tempestad".
Los hombres se pusieron a remar con fuerza, para alcanzar tierra firme; pero no lo consiguieron, porque el mar se agitaba cada vez más contra ellos.
Entonces invocaron al Señor, diciendo: "¡Señor, que no perezcamos a causa de la vida de este hombre! No nos hagas responsables de una sangre inocente, ya que tú, Señor, has obrado conforme a tu voluntad".
Luego, levantaron a Jonás, lo arrojaron al mar, y en seguida se aplacó la furia del mar.
Los hombres, llenos de un gran temor al Señor, le ofrecieron un sacrificio e hicieron votos.
El Señor hizo que un gran pez se tragara a Jonás, y este permaneció en el vientre del pez tres días y tres noches.
Entonces el Señor dio una orden al pez, y este arrojó a Jonás sobre la tierra firme.
Libro de Jonás 2,3.4.5.8.
"Desde mi angustia invoqué al Señor, y él me respondió;
desde el seno del Abismo, pedí auxilio, y tú escuchaste mi voz.
Tú me arrojaste a lo más profundo, al medio del mar:
la corriente me envolvía, ¡todos tus torrentes y tus olas
pasaron sobre mí!
Entonces dije: He sido arrojado lejos de tus ojos,
pero yo seguiré mirando hacia tu santo Templo.
Cuando mi alma desfallecía, me acordé del Señor,
y mi oración llegó hasta ti, hasta tu santo Templo.
Evangelio según San Lucas 10,25-37.
Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?".
Jesús le preguntó a su vez: "¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?".
El le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo".
"Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida".
Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: "¿Y quién es mi prójimo?".
Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: "Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto.
Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo.
También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino.
Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió.
Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo.
Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: 'Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver'.
¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?".
"El que tuvo compasión de él", le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: "Ve, y procede tú de la misma manera".
MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 04 de Octubre - “Lo vio y se conmovió” (Lc 10,25-37)
Beato Carlos de Foucauld
Salmo 52 (Méditations sur les psaumes, Nouvelle Cité, 2002).
“Lo vio y se conmovió” (Lc 10,25-37)
¡Qué bueno ha sido, divino Samaritano, en restablecer este mundo herido penosamente caído en el camino, envuelto en el fango y tan indigno de las bondades divinas!
Seamos buenos con los pecadores ya que Dios es tan bueno con nosotros. Recemos por ellos, amémoslos. (…) “Seamos misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso” (cf. Lc 6,36). Dios “ama la misericordia más que los sacrificios”
SANTORAL DEL DÍA - 04 DE OCTUBRE - SAN FRANCISCO DE ASÍS

Memoria de san Francisco, el cual, después de una juventud despreocupada, se convirtió a la vida evangélica en Asís, localidad de Umbría, en Italia, y encontró a Cristo sobre todo en los pobres y necesitados, haciéndose pobre él mismo. Instituyó los Hermanos Menores y, viajando, predicó el amor de Dios a todos y llegó incluso a Tierra Santa. Con sus palabras y actitudes mostró siempre su deseo de seguir a Cristo, y escogió morir recostado sobre la nuda tierra.
Se ha dicho que san Francisco entró en la gloria desde antes de morir y que es el único santo a quien todas las generaciones hubiesen canonizado unánimemente. Estas exageraciones, que no carecen de fundamento, nos permiten afirmar con la misma verdad que san Francisco es el único santo de nuestros días a quien todos los no católicos estarían de acuerdo en canonizar. Ciertamente no existe ningún santo que sea tan popular como él entre los protestantes y aun entre los no cristianos. San Francisco de Asís cautivó la imaginación de sus contemporáneos presentándoles la pobreza, la castidad y la obediencia en los términos que los trovadores empleaban para cantar al amor, y con su sencillez ha conquistado a nuestro mundo tan complicado. Los que sueñan en reformas sociales y religiosas acuden al ejemplo del Pobrecito de Asís para justificar sus aspiraciones, y los sentimentales no pueden resistir a su inmensa bondad. Pero los rasgos idílicos relacionados con su nombre -su matrimonio con la Pobreza, su amor por los pajarillos, la liebre acosada, el halcón, el jilguero de la cueva, su pasión por la naturaleza (la naturaleza en el siglo XIII era todavía una cosa «natural»), sus hazañas y palabras románticas- todos esos rasgos no son, por decirlo así, más que chispazos de un alma que vivía sumergida en lo sobrenatural, que se nutría en el dogma cristiano y que se había entregado enteramente, no sólo a Cristo, sino a Cristo crucificado.
Francisco nació en Asís, ciudad de Umbría, en 1181 o 1182. Su padre, Pedro Bernardone, era comerciante. El nombre de su madre era Pica y algunos autores afirman que pertenecía a una noble familia de la Provenza. Tanto el padre como la madre de Francisco eran personas de gran probidad y ocupaban una situación desahogada. Pedro Bernardone comerciaba especialmente en Francia. Como se hallase en dicho país cuando nació su hijo, las gentes le apodaron «Francesco» (el francés), por más que en el bautismo recibió el nombre de Juan. En su juventud, Francisco era muy dado a las románticas tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores. Disponía de dinero en abundancia y lo gastaba pródigamente, con ostentación. Ni los negocios de su padre, ni los estudios le interesaban lo más mínimo. Lo que le interesaba realmente era gozar de la vida. Sin embargo, no era de costumbres licenciosas y jamás rehusaba una limosna a los mendigos que se la pedían por amor de Dios. Cuando Francisco tenía unos veinte años, estalló la discordia entre las ciudades de Perugia y Asís y el joven cayó prisionero de los peruginos. La prisión duró un año, y Francisco la soportó alegremente. Sin embargo, cuando recobró la libertad, cayó gravemente enfermo. La enfermedad, en la que el joven probó una vez más su paciencia, fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se sintió con fuerzas suficientes, determinó ir a combatir en el ejército de Galterio y Briena en el sur de Italia. Con ese fin, se compró una costosa armadura y un hermoso manto. Pero un día en que paseaba ataviado con su nuevo atuendo, se topó con un caballero mal vestido que había caído en la pobreza; movido a compasión ante aquel infortunio, Francisco cambió sus ricos vestidos por los del caballero pobre. Esa noche vio en sueños un espléndido palacio con salas colmadas de armas, sobre las cuales se hallaba grabado el signo de la cruz y le pareció oír una voz que le decía que esas armas le pertenecían a él y a sus soldados. Francisco partió a Apulia con el alma ligera y la seguridad de triunfar, pero nunca llegó al frente de batalla. En Espoleto cayó nuevamente enfermo y, durante la enfermedad, oyó una voz celestial que le exhortaba a «servir al amo y no al siervo». El joven obedeció. Al principio volvió a su antigua vida, aunque tomándola menos a la ligera. Las gentes, al verle ensimismado, le decían que estaba enamorado. «Sí -replicaba Francisco- voy a casarme con una joven más bella y más noble que todas las que conocéis». Poco a poco, con la mucha oración, fue concibiendo el deseo de vender todos sus bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio. Aunque ignoraba lo que tenía que hacer para ello, una serie de claras inspiraciones sobrenaturales le hizo comprender que la batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos. Paseándose en cierta ocasión a caballo por la llanura de Asís, encontró a un leproso. Las llagas del mendigo aterrorizaron a Francisco; pero, en vez de huir, se acercó al leproso, que le tendía la mano para recibir una limosna y le dio un beso.
A partir de entonces, comenzó a visitar y servir a los enfermos en los hospitales. Algunas veces regalaba a los pobres sus vestidos, otras, el dinero que llevaba. En cierta ocasión, mientras oraba en la iglesia de San Damián en las afueras de Asís, le pareció que el crucifijo le repetía tres veces: «Francisco, repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas». El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado, creyó que el Señor quería que la reparase; así pues, partió inmediatamente, tomó una buena cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió junto con su caballo. En seguida llevó el dinero al pobre sacerdote que se encargaba de la iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a vivir con él. El buen sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él, pero se negó a aceptar el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la ventana. Pedro Bernardone, al enterarse de lo que había hecho su hijo, se dirigió indignado a San Damián. Pero Francisco había tenido buen cuidado de ocultarse. Al cabo de algunos días pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a entrar en la población, pero estaba tan desfigurado y mal vestido, que las gentes se burlaban de él como si fuese un loco. Pedro Bernardone, muy desconcertado por la conducta de su hijo, le condujo a su casa, le golpeó furiosamente (Francisco tenía entonces veinticinco años), le puso grillos en los pies y le encerró en una habitación. La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando su marido se hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre fue de nuevo a buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver inmediatamente a su casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio de los vestidos que le había robado. Francisco no tuvo dificultad alguna en renunciar a la herencia, pero dijo a su padre que el dinero de los vestidos pertenecía a Dios y a los pobres. Su padre le obligó a comparecer ante el obispo Guido de Asís, quien exhortó al joven a devolver el dinero y a tener confianza en Dios: «Dios no desea que su Iglesia goce de bienes injustamente adquiridos». Francisco obedeció a la letra la orden del obispo y añadió: «Los vestidos que llevo puestos pertenecen también a mi padre, de suerte que tengo que devolvérselos». Acto seguido se desnudó y entregó sus vestidos a su padre, diciéndole alegremente: «Hasta ahora tú has sido mi padre en la tierra. Pero en adelante podré decir: 'Padre nuestro, que estás en los cielos'». Pedro Bernardone abandonó el palacio episcopal «temblando de indignación y profundamente lastimado». El obispo regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que pertenecía a uno de sus siervos. Francisco recibió la primera limosna de su vida con gran agradecimiento, trazó la señal de la cruz sobre el vestido con un trozo de tiza y se lo puso.
En seguida partió en busca de un sitio conveniente para establecerse. Iba cantando alegremente las alabanzas divinas por el camino real, cuando se topó con unos bandoleros que le preguntaron quién era. El respondió: «Soy el heraldo del Gran Rey». Los bandoleros le golpearon y le arrojaron en un foso cubierto de nieve. Francisco prosiguió su camino cantando las divinas alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuese un mendigo. Cuando llegó a Gubbio, una persona que le conocía, le llevó a su casa y le regaló una túnica, un cinturón y unas sandalias de peregrino. El atuendo era muy pobre pero decente. Francisco lo usó dos años, al cabo de los cuales volvió a San Damián. Para reparar la iglesia, fue a pedir limosna en Asís, donde todos le habían conocido rico y, naturalmente, hubo de soportar las burlas y el desprecio de más de un mal intencionado. El mismo se encargó de transportar las piedras que hacían falta para reparar la iglesia y ayudó en el trabajo a los albañiles. Una vez terminadas las reparaciones en la iglesia de San Damián, Francisco emprendió un trabajo semejante en la antigua iglesia de San Pedro. Después, se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, que pertenecía a la abadía benedictina de Monte Subasio. Probablemente el nombre de la capillita aludía al hecho de que estaba construida en una reducida parcela de tierra. La Porciúncula se hallaba en una llanura, a unos cuatro kilómetros de Asís y, en aquella época, estaba abandonada y casi en ruinas. La tranquilidad del sitio agradó a Francisco tanto como el título de Nuestra Señora de los Ángeles, en cuyo honor había sido erigida la capilla. Francisco la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le mostró finalmente el cielo lo que esperaba de él, el día de la fiesta de san Matías del año 1209. En aquella época, el evangelio de la misa de la fiesta decía: «Id a predicar, diciendo: El Reino de Dios ha llegado ... Dad gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente … No poseáis oro … ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo … He aquí que os envío como corderos en medio de los lobos …» (Mt 10,7-19). Estas palabras penetraron hasta lo más profundo en el corazón de Francisco y éste, aplicándolas literalmente, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente con la pobre túnica ceñida con un cordón. Tal fue el hábito que dio a sus hermanos un año más tarde: la túnica de lana burda de los pastores y campesinos de la región. Vestido en esa forma, empezó a exhortar a la penitencia con tal energía, que sus palabras hendían los corazones de sus oyentes. Cuando se topaba con alguien en el camino, le saludaba con estas palabras: «La paz del Señor sea contigo». Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de milagros. Cuando pedía limosna para reparar la iglesia de San Damián, acostumbraba decir: «Ayudadme a terminar esta iglesia. Un día habrá ahí un convento de religiosas en cuyo buen nombre se glorificarán el Señor y la universal Iglesia». La profecía se verificó cinco años más tarde en santa Clara y sus religiosas. Un habitante de Espoleto sufría de un cáncer que le había desfigurado horriblemente el rostro. En cierta ocasión, al cruzarse con San Francisco, el hombre intentó arrojarse a sus pies, pero el santo se lo impidió y le besó en el rostro. El enfermo quedó instantáneamente curado. San Buenaventura comentaba a este propósito: «No sé si hay que admirar más el beso o el milagro».
Francisco tuvo pronto numerosos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. El primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle, un rico comerciante de Asís. Al principio Bernardo veía con curiosidad la evolución de Francisco y con frecuencia le invitaba a su casa, donde le tenía siempre preparado un lecho próximo al suyo. Bernardo se fingía dormido para observar cómo el siervo de Dios se levantaba calladamente y pasaba largo tiempo en oración, repitiendo estas palabras: «Deus meus et omnia» (Mi Dios y mi todo). Al fin, comprendió que Francisco era «verdaderamente un hombre de Dios» y en seguida le suplicó que le admitiese como discípulo. Desde entonces, juntos asistían a misa y estudiaban la Sagrada Escritura para conocer la voluntad de Dios. Como las indicaciones de la Biblia concordaban con sus propósitos, Bernardo vendió cuanto tenía y repartió el producto entre los pobres. Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís, pidió también a Francisco que le admitiese como discípulo y el santo les «concedió el hábito» a los dos juntos, el 16 de abril de 1209. El tercer compañero de san Francisco fue el hermano Gil, famoso por su gran sencillez y sabiduría espiritual. Cuando el grupo contaba ya con unos doce miembros, Francisco redactó una regla breve e informal, que consistía principalmente en los consejos evangélicos para alcanzar la perfección. En 1210, fue a Roma a presentar su regla a la aprobación del Sumo Pontífice. Inocencio III se mostró adverso al principio. Por otra parte, muchos cardenales opinaban que las órdenes religiosas ya existentes necesitaban de reforma, no de multiplicación y que la nueva manera de concebir la pobreza era impracticable. El cardenal Juan Colonna alegó en favor de Francisco que su regla expresaba los mismos consejos con los que el Evangelio exhortaba a la perfección. Más tarde, el Papa relató a su sobrino, quien a su vez lo comunicó a san Buenaventura, que había visto en sueños una palmera que crecía rápidamente y después, había visto a Francisco sosteniendo con su cuerpo la basílica de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. Cinco años después, el mismo Pontífice tendría un sueño semejante a propósito de santo Domingo. Inocencio III mandó, pues, llamar a Francisco y aprobó verbalmente su regla; en seguida le impuso la tonsura, así como a sus compañeros y les dio por misión predicar la penitencia.
San Francisco y sus compañeros se trasladaron provisionalmente a una cabaña de Rivo Torto, en las afueras de Asís, de donde salían a predicar por toda la región. Poco después, tuvieron dificultades con un campesino que reclamaba la cabaña para emplearla como establo de su asno. Francisco respondió: «Dios no nos ha llamado a preparar establos para los asnos», y acto seguido abandonó el lugar y partió a ver al abad de Monte Subasio. En 1212, el abad regaló a Francisco la capilla de la Porciúncula, a condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden. El santo se negó a aceptar la propiedad de la capillita y sólo la admitió prestada. En prueba de que la Porciúncula continuaba como propiedad de los benedictinos, Francisco les enviaba cada año, a manera de recompensa por el préstamo, una cesta de pescados cogidos en el riachuelo vecino. Por su parte, los benedictinos correspondían enviándole un tonel de aceite. Tal costumbre existe todavía entre los franciscanos de Santa María de los Ángeles y los benedictinos de San Pedro de Asís.
Alrededor de la Porciúncula, los frailes construyeron varias cabañas primitivas, porque san Francisco no permitía que la orden en general y los conventos en particular, poseyesen bienes temporales. Había hecho de la pobreza el fundamento de su orden y su amor a la pobreza se manifestaba en su manera de vestirse, en los utensilios que empleaba y en cada uno de sus actos. Acostumbraba llamar a su cuerpo «el hermano asno», porque lo consideraba como hecho para transportar carga, para recibir golpes y para comer poco y mal. Cuando veía ocioso a algún fraile, le llamaba «hermano mosca» porque en vez de cooperar con los demás echaba a perder el trabajo de los otros y les resultaba molesto. Poco antes de morir, considerando que el hombre está obligado a tratar con caridad a su cuerpo, Francisco pidió perdón al suyo por haberlo tratado tal vez con demasiado rigor. El santo se había opuesto siempre a las austeridades indiscretas y exageradas. En cierta ocasión, viendo que un fraile había perdido el sueño a causa del excesivo ayuno, Francisco le llevó alimento y comió con él para que se sintiese menos mortificado.
Al principio de su conversión, viéndose atacado de violentas tentaciones de impureza, solía revolcarse desnudo sobre la nieve. Cierta vez en que la tentación fue todavía más violenta que de ordinario, el santo se disciplinó furiosamente; como ello no bastase para alejarla, acabó por revolcarse sobre las zarzas y los abrojos. Su humildad no consistía simplemente en un desprecio sentimental de sí mismo, sino en la convicción de que «ante los ojos de Dios el hombre vale por lo que es y no más». Considerándose indigno del sacerdocio, Francisco sólo llegó a recibir el diaconado. Detestaba de todo corazón las singularidades. Así, cuando le contaron que uno de los frailes era tan amante del silencio que sólo se confesaba por señas, respondió disgustado: «Eso no procede del Espíritu de Dios sino del demonio; es una tentación y no un acto de virtud». Dios iluminaba la inteligencia de su siervo con una luz de sabiduría que no se encuentra en los libros. Cuando cierto fraile le pidió permiso de estudiar, Francisco le contestó que, si repetía con devoción el «Gloria Patri», llegaría a ser sabio a los ojos de Dios y él mismo era el mejor ejemplo de la sabiduría adquirida en esa forma. Sus contemporáneos hablan con frecuencia del cariño de Francisco por los animales y del poder que tenía sobre ellos. Por ejemplo, es famosa la reprensión que dirigió a las golondrinas cuando iba a predicar en Alviano: «Hermanas golondrinas: ahora me toca hablar a mí; vosotras ya habéis parloteado bastante». Famosas también son las anécdotas de los pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas del Creador, del conejillo que no quería separarse de él en el Lago Trasimeno y del lobo de Gubbio amansado por el santo. Algunos autores consideran tales anécdotas como simples alegorías, en tanto que otros les atribuyen valor histórico.
Los primeros años de la orden en Santa María de los Ángeles fueron un período de entrenamiento en la pobreza y la caridad fraternas. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajó suficiente, solían pedir limosna de puerta en puerta; pero el fundador les había prohibido que aceptasen dinero. Estaban siempre prontos a servir a todo el mundo, particularmente a los leprosos y menesterosos. San Francisco insistía en que llamasen a los leprosos «mis hermanos cristianos» y los enfermos no dejaban de apreciar esta profunda delicadeza. El número de los compañeros del santo continuaba en aumento; entre ellos se contaba el famoso «juglar de Dios», fray Junípero; a causa de la sencillez del hermanito, Francisco solía repetir: «Quisiera tener todo un bosque de tales juníperos». En cierta ocasión en que el pueblo de Roma se había reunido para recibir a fray Junípero, sus compañeros le hallaron jugando apaciblemente con los niños fuera de las murallas de la ciudad. Santa Clara acostumbraba llamarle «el juguete de Dios».
Clara había partido de Asís para seguir a Francisco, en la primavera de 1212, después de oírle predicar. El santo consiguió establecer a Clara y sus compañeras en San Damián, y la comunidad de religiosas llegó pronto a ser, para los franciscanos, lo que las monjas de Prouille habían de ser para los dominicos: una muralla de fuerza femenina, un vergel escondido de oración que hacía fecundo el trabajo de los frailes. En el otoño de ese año, Francisco, no contento con todo lo que había sufrido y trabajado por las almas en Italia, resolvió ir a evangelizar a los mahometanos. Así pues, se embarcó en Ancona con un compañero rumbo a Siria; pero una tempestad hizo naufragar la nave en la costa de Dalmacia. Como los frailes no tenían dinero para proseguir el viaje se vieron obligados a esconderse furtivamente en un navío para volver a Ancona. Después de predicar un año en el centro de Italia (el señor de Chiusi puso entonces a la disposición de los frailes un sitio de retiro en Monte Alvernia, en los Apeninos de Toscana), san Francisco decidió partir nuevamente a predicar a los mahometanos en Marruecos. Pero Dios tenía dispuesto que no llegase nunca a su destino: el santo cayó enfermo en España y, después, tuvo que retornar a Italia. Ahí se consagró apasionadamente a predicar el Evangelio a los cristianos.
San Francisco dio a su orden el nombre de «Frailes Menores» por humildad, pues quería que sus hermanos fuesen los siervos de todos y buscasen siempre los sitios más humildes. Con frecuencia exhortaba a sus compañeros al trabajo manual y, si bien les permitía pedir limosna, les tenía prohibido que aceptasen dinero. Pedir limosna no constituía para él una vergüenza, ya que era una manera de imitar la pobreza de Cristo. El santo no permitía que sus hermanos predicasen en una diócesis sin permiso expreso del obispo. Entre otras cosas, dispuso que «si alguno de los frailes se apartaba de la fe católica en obras o palabras y no se corregía, debería ser expulsado de la hermandad». Todas las ciudades querían tener el privilegio de albergar a los nuevos frailes, y las comunidades se multiplicaron en Umbría, Toscana, Lombardía y Ancona. Se cuenta que en 1216, Francisco solicitó del Papa Honorio III la indulgencia de la Porciúncula o «perdón de Asís». Según la tradición, Jesucristo se apareció a san Francisco en la capillita de la Porciúncula. A causa de la aparición, Honorio III concedió indulgencia plenaria a quienes visitasen la capilla en un día determinado del año (actualmente el 2 de agosto). Se ha discutido mucho si tal indulgencia fue concedida en la época de San Francisco, pero lo cierto es que entonces no se empleaba el método de salir de la capilla y volver a entrar para ganar una nueva indulgencia. Como escribía Nicolás de Lyra, «eso es más bien ridículo que devoto». Y otros teólogos de la Edad Media opinaban como él. El año siguiente, conoció en Roma a santo Domingo, quien había predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia en la época en que Francisco era «un gentilhombre de Asís». San Francisco tenía también la intención de ir a predicar en Francia. Pero, como el cardenal Ugolino (quien fue más tarde Papa con el nombre de Gregorio IX) le disuadiese de ello, envió en su lugar a los hermanos Pacífico y Agnelo. Este último había de introducir más tarde la orden de los frailes menores en Inglaterra. El sabio y bondadoso cardenal Ugolino ejerció una gran influencia en el desarrollo de la orden. Los compañeros de san Francisco eran ya tan numerosos, que se imponía forzosamente cierta forma de organización sistemática y de disciplina común. Así pues, se procedió a dividir a la orden en provincias, al frente de cada una de las cuales se puso a un ministro, «encargado del bien espiritual dé los hermanos; si alguno de ellos llegaba a perderse por el mal ejemplo del ministro, éste tendría que responder de él ante Jesucristo». Los frailes habían cruzado ya los Alpes y tenían misiones en España, Alemania y Hungría.
El primer capítulo general se reunió en la Porciúncula, en Pentecostés del año de 1217. En 1219, tuvo lugar el capítulo «de las esteras», así llamado por las cabañas que debieron construirse precipitadamente con esteras para albergar a los delegados. Se cuenta que se reunieron entonces cinco mil frailes. Nada tiene de extraño que en una comunidad tan numerosa, el espíritu del fundador se hubiese diluido un tanto. Los delegados encontraban que san Francisco se entregaba excesivamente a la ventura, es decir, con demasiada confianza en Dios, y exigían un espíritu más práctico. El santo se indignó profundamente y replicó: «Hermanos míos, el Señor me llamó por el camino de la sencillez y la humildad y por ese camino persiste en conducirme, no sólo a mí sino a todos los que estén dispuestos a seguirme ... El Señor me dijo que deberíamos ser pobres y locos en este mundo y que ése y no otro sería el camino por el que nos llevaría. Quiera Dios confundir vuestra sabiduría y vuestra ciencia y haceros volver a vuestra primitiva vocación, aunque sea contra vuestra voluntad, y aunque la encontréis tan defectuosa». A quienes le propusieron que pidiese al Papa permiso para que los frailes pudiesen predicar en todas partes sin autorización del obispo, Francisco repuso: «Cuando los obispos vean que vivís santamente y que no tenéis intenciones de atentar contra su autoridad, serán los primeros en rogaros que trabajéis por el bien de las almas que les han sido confiadas. Considerad como el mayor de los privilegios el no gozar de privilegio alguno ...» Al terminar el capítulo, san Francisco envió a algunos frailes a la primera misión entre los infieles de Túnez y Marruecos y se reservó para sí la misión entre los sarracenos de Egipto y Siria. En 1215, durante el Concilio de Letrán, el papa Inocencio III había predicado una nueva cruzada, pero tal cruzada se había reducido simplemente a reforzar el Reino Latino de Oriente. Francisco quería blandir la espada de Dios.
En junio de 1219, se embarcó en Ancona con doce frailes. La nave los condujo a Damieta, en la desembocadura del Nilo. Los cruzados habían puesto sitio a la ciudad, y Francisco sufrió mucho al ver el egoísmo y las costumbres disolutas de los soldados de la cruz. Consumido por el celo de la salvación de los sarracenos, decidió pasar al campo del enemigo, por más que los cruzados le dijeron que la cabeza de los cristianos estaba puesta a precio. Habiendo conseguido la autorización del legado pontificio, Francisco y el hermano Iluminado se aproximaron al campo enemigo, gritando: «¡Sultán, sultán!» Cuando los condujeron a la presencia de Malek-al-Kamil, Francisco declaró osadamente: «No son los hombres quienes me han enviado, sino Dios todopoderoso. Vengo a mostrarles, a ti y a tu pueblo, el camino de la salvación; vengo a anunciarles las verdades del Evangelio». El sultán quedó impresionado y rogó a Francisco que permaneciese con él. El santo replicó: «Si tú y tu pueblo estáis dispuestos a oír la palabra de Dios, con gusto me quedaré con vosotros. Y si todavía vaciláis entre Cristo y Mahoma, manda encender una hoguera; yo entraré en ella con vuestros sacerdotes y así veréis cuál es la verdadera fe». El sultán contestó que probablemente ninguno de los sacerdotes querría meterse en la hoguera y que no podía someterlos a esa prueba para no soliviantar al pueblo. Pocos días más tarde, Malek-al-Kamil mandó a Francisco que volviese al campo de los cristianos. Desalentado al ver el reducido éxito de su predicación entre los sarracenos y entre los cristianos, el santo pasó a visitar los Santos Lugares. Ahí recibió una carta en la que sus hermanos le pedían urgentemente que retornase a Italia.
Durante la ausencia de Francisco, sus dos vicarios, Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles, habían introducido ciertas innovaciones que tendían a uniformar a los frailes menores con las otras órdenes religiosas y a encuadrar el espíritu franciscano en el rígido esquema de la observancia monástica y de las reglas ascéticas. Las religiosas de San Damián tenían ya una constitución propia, redactada por el cardenal Ugolino sobre la base de la regla de San Benito. Al llegar a Bolonia, Francisco tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a sus hermanos hospedados en un espléndido convento. El santo se negó a poner los pies en él y vivió con los frailes predicadores. En seguida mandó llamar al guardián del convento franciscano, le reprendió severamente y le ordenó que los frailes abandonasen la casa. Tales acontecimientos tenían a los ojos del santo las proporciones de una verdadera traición: se trataba de una crisis de la que tendría que salir la orden sublimada o destruida. San Francisco se trasladó a Roma donde consiguió que Honorio III nombrase al cardenal Ugolino protector y consejero de los franciscanos, ya que el purpurado había depositado una fe ciega en el fundador y poseía una gran experiencia en los asuntos de la Iglesia. Al mismo tiempo, Francisco se entregó ardientemente a la tarea de revisar la regla, para lo que convocó a un nuevo capítulo general que se reunió en la Porciúncula en 1221. El santo presentó a los delegados la regla revisada. Lo que se refería a la pobreza, la humildad y la libertad evangélica, características de la orden, quedaba intacto. Ello constituía una especie de reto del fundador a los disidentes y legalistas que, por debajo del agua, tramaban una verdadera revolución del espíritu franciscano. El jefe de la oposición era el hermano Elías de Cortona. El fundador había renunciado a la dirección de la orden, de suerte que su vicario, fray Elías, era prácticamente el ministro general. Sin embargo, no se atrevió a oponerse al fundador, a quien respetaba sinceramente. En realidad, la orden era ya demasiado grande, como lo dijo el propio San Francisco: «Si hubiese menos frailes menores, el mundo los vería menos y desearía que fuesen más». Al cabo de dos años, durante los cuales hubo de luchar contra la corriente cada vez más fuerte que tendía a desarrollar la orden en una dirección que él no había previsto y que le parecía comprometer el espíritu franciscano, el santo emprendió una nueva revisión de la regla. Después la comunicó al hermano Elías para que éste la pasase a los ministros, pero el documento se extravió y el santo hubo de dictar nuevamente la revisión al hermano León, en medio del clamor de los frailes que afirmaban que la prohibición de poseer bienes en común era impracticable. La regla, tal como fue aprobada por Honorio III en 1223, representaba sustancialmente el espíritu y el modo de vida por el que había luchado san Francisco desde el momento en que se despojó de sus ricos vestidos ante el obispo de Asís. Unos dos años antes san Francisco y el cardenal Ugolino habían redactado una regla para la cofradía de laicos que se habían asociado a los frailes menores y que correspondía a lo que actualmente llamamos tercera orden, fincada en el espirito de la «Carta a todos los cristianos», que Francisco había escrito en los primeros años de su conversión. La cofradía, formada por laicos entregados a la penitencia, que llevaban una vida muy diferente de la que se acostumbraba entonces, llegó a ser una gran fuerza religiosa en la Edad Media.
San Francisco pasó la Navidad de 1223 en Grecchio, en el valle de Rieti. Con tal ocasión, había dicho a su amigo, Juan da Vellita: «Quisiera hacer una especie de representación viviente del nacimiento de Jesús en Belén, para presenciar, por decirlo así, con los ojos del cuerpo la humildad de la Encarnación y verle recostado en el pesebre entre el buey y el asno». En efecto, el santo construyó entonces en la ermita una especie de cueva y los campesinos de los alrededores asistieron a la misa de media noche, en la que Francisco actuó como diácono y predicó sobre el misterio de la Natividad. Probablemente ya existía para entonces la costumbre del «belén» o «nacimiento», pero el hecho de que el santo la hubiese practicado contribuyó indudablemente a popularizarla. San Francisco permaneció varios meses en el retiro de Grecchio, consagrado a la oración, pero ocultó celosamente a los ojos de los hombres las gracias especialísimas que Dios le comunicó en la contemplación. El hermano León, que era su secretario y confesor, afirmó que le había visto varias veces durante la oración elevarse tan alto sobre el suelo, que apenas podía alcanzarle los pies y, en ciertas ocasiones, ni siquiera eso. Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224, el santo se retiró a Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. Llevó consigo al hermano León, pero prohibió que fuese alguien a visitarle hasta después de la fiesta de san Miguel. Ahí fue donde tuvo lugar, alrededor del día de la Santa Cruz de 1224, el milagro de la estigmatización del santo, que la Orden celebra cada año el 17 de septiembre. Francisco trató de ocultar a los ojos de los hombres las señales de la Pasión del Señor que tenía impresas en el cuerpo; por ello, a partir de entonces llevaba siempre las manos dentro de las mangas del hábito y usaba calcetines y zapatos. Sin embargo, deseando el consejo de sus hermanos, comunicó lo sucedido al hermano Iluminado y algunos otros, pero añadió que le habían sido reveladas ciertas cosas que jamás descubriría a hombre alguno sobre la tierra. En cierta ocasión en que se hallaba enfermo, alguien propuso que se le leyese un libro para distraerle. El santo respondió: «Nada me consuela tanto como la contemplación de la vida y Pasión del Señor. Aunque hubiese de vivir hasta el fin del mundo, con ese solo libro me bastaría». Francisco se había enamorado de la santa pobreza mientras contemplaba a Cristo crucificado y meditaba en la nueva crucifixión que sufría en la persona de los pobres. El santo no despreciaba la ciencia, pero no la deseaba para sus discípulos. Los estudios sólo tenían razón de ser como medios para un fin y sólo aprovecharían a los frailes menores si no les impedían consagrar a la oración un tiempo todavía más largo, y si les enseñaban más bien a predicarse a sí mismos que a hablar a otros. Francisco aborrecía los estudios que alimentaban más la vanidad que la piedad, porque entibiaban la caridad y secaban el corazón. Sobre todo, temía que la señora Ciencia se convirtiese en rival de la dama Pobreza. Viendo con cuánta ansiedad acudían a las escuelas y buscaban los libros sus hermanos, Francisco exclamó en cierta ocasión: «Impulsados por el mal espíritu, mis pobres hermanos acabarán por abandonar el camino de la sencillez y de la pobreza». Antes de salir de Monte Alvernia, el santo compuso el «Himno de alabanza al Altísimo». Poco después de la fiesta de san Miguel, bajó finalmente al valle, marcado por los estigmas de la Pasión y curó a los enfermos que le salieron al paso.
Los dos años que le quedaban de vida fueron un período de sufrimiento tan intenso como su gozo espiritual. Su salud iba empeorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaban y casi había perdido la vista. En el verano de 1225 estuvo tan enfermo, que el cardenal Ugolino y el hermano Elías le obligaron a ponerse en manos del médico del Papa en Rieti. El santo obedeció con sencillez. De camino a Rieti fue a visitar a santa Clara en el convento de San Damián. Ahí, en medio de los más agudos sufrimientos físicos, escribió el «Cántico del hermano Sol» y lo adaptó a una tonada popular para que sus hermanos pudiesen cantarlo. Después se trasladó a Monte Rainerio, donde se sometió al tratamiento brutal que el médico le había prescrito, pero la mejoría que ello le produjo fue sólo momentánea. Sus hermanos le llevaron entonces a Siena a consultar a otros médicos, pero para entonces el santo estaba moribundo. En el testamento que dictó para sus frailes, les recomendaba la caridad fraterna, los exhortaba a amar y observar la santa pobreza y a amar y honrar a la Iglesia. Poco antes de su muerte, dictó un nuevo testamento para recomendar a sus hermanos que observasen fielmente la regla y trabajasen manualmente, no por el deseo de lucro, sino para evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. «Si no nos pagan nuestro trabajo, acudamos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta». Cuando Francisco volvió a Asís, el obispo le hospedó en su propia casa. Francisco rogó a los médicos que le dijesen la verdad, y éstos confesaron que sólo le quedaban unas cuantas semanas de vida. «¡Bienvenida, hermana Muerte!», exclamó el santo y acto seguido, pidió que le trasportasen a la Porciúncula. Por el camino, cuando la comitiva se hallaba en la cumbre de una colina, desde la que se dominaba el panorama de Asís, pidió a los que portaban la camilla que se detuviesen un momento y entonces volvió sus ojos ciegos en dirección a la ciudad e imploró las bendiciones de Dios para ella y sus habitantes. Después mandó a los camilleros que se apresurasen a llevarle a la Porciúncula. Cuando sintió que la muerte se aproximaba, Francisco envió a un mensajero a Roma para llamar a la noble dama Giacoma di Settesoli, que había sido su protectora, para rogarle que trajese consigo algunos cirios y un sayal para amortajarle, así como una porción de un pastel que le gustaba mucho. Felizmente, la dama llegó a la Porciúncula antes de que el mensajero partiese. Francisco exclamó: «¡Bendito sea Dios que nos ha enviado a nuestra hermana Giacoma! La regla que prohibe la entrada a las mujeres no afecta a nuestra hermana Giacoma. Decidle que entre».
El santo envió un último mensaje a santa Clara y a sus religiosas y pidió a sus hermanos que entonasen los versos del «Cántico del Hermano Sol» en los que alaba a la muerte. En seguida rogó que le trajesen un pan y lo repartió entre los presentes en señal de paz y de amor fraternal diciendo: «Yo he hecho cuanto estaba de mi parte, que Cristo os enseñe a hacer lo que está de la vuestra». Sus hermanos le tendieron por tierra y le cubrieron con un viejo hábito que el guardián le había prestado. Francisco exhortó a sus hermanos al amor de Dios, de la pobreza y del Evangelio, «por encima de todas las reglas», y bendijo a todos sus discípulos, tanto a los presentes como a los ausentes. Murió el 3 de octubre de 1226, después de escuchar la lectura de la Pasión del Señor según San Juan. El 16 de julio de 1228, menos de dos años después de su muerte, Gregorio IX canoniza a Francisco en Asís. Nótese que hubo muchos casos de santos en los que el culto popular comenzó de manera inmediata, y, por así decirlo, «por aclamación», sin embargo son escasísimos (si no es acaso el único), en que la canonización regular, es decir, la proclamación oficial y explícita de un nuevo santo, llega tan rápidamente.
Francisco había pedido que le sepultasen en el cementerio de los criminales de Colle d'Inferno. En vez de hacerlo así, sus hermanos llevaron al día siguiente el cadáver en solemne procesión a la iglesia de San Jorge, en Asís. Ahí estuvo depositado hasta dos años después de la canonización. En 1230, fue secretamente trasladado a la gran basílica construida por el hermano Elías. El cadáver desapareció de la vista de los hombres durante seis siglos, hasta que en 1818, tras cincuenta y dos días de búsqueda, fue descubierto bajo el altar mayor, a varios metros de profundidad. El santo no tenía más que cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años al morir. No podemos relatar aquí, ni siquiera en resumen, la azarosa y brillante historia de la orden que fundó. Digamos simplemente que sus tres ramas -la de los frailes menores, la de los frailes menores capuchinos y la de los frailes menores conventuales- forman el instituto religioso más numeroso que existe actualmente en la Iglesia.
Oremos
Señor Dios, que en el pobre y humilde Francisco de Asís has dado a tu Iglesia una imagen viva de Jesucristo, haz que nosotros, siguiendo su ejemplo, imitemos a tu Hijo y vivamos, como este santo, unidos a ti en el gozo del amor. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo. Amén
OCTUBRE, MES DE LAS MISIONES - «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20)
Extracto, mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2021
Roma, San Juan de Letrán, 6 de enero de 2021
"Con Jesús hemos visto, oído y palpado que las cosas pueden ser diferentes. Él inauguró, ya para hoy, los tiempos por venir recordándonos una característica esencial de nuestro ser humanos, tantas veces olvidada: «Hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor» (Carta enc. Fratelli tutti, 68). Tiempos nuevos que suscitan una fe capaz de impulsar iniciativas y forjar comunidades a partir de hombres y mujeres que aprenden a hacerse cargo de la fragilidad propia y la de los demás, promoviendo la fraternidad y la amistad social (cf. ibíd., 67). La comunidad eclesial muestra su belleza cada vez que recuerda con gratitud que el Señor nos amó primero (cf. 1 Jn 4,19). Esa «predilección amorosa del Señor nos sorprende, y el asombro —por su propia naturaleza— no podemos poseerlo por nosotros mismos ni imponerlo. […] Sólo así puede florecer el milagro de la gratuidad, el don gratuito de sí. Tampoco el fervor misionero puede obtenerse como consecuencia de un razonamiento o de un cálculo. Ponerse en “estado de misión” es un efecto del agradecimiento» (Mensaje a las Obras Misionales Pontificias, 21 mayo 2020)."
sábado, 2 de octubre de 2021
EVANGELIO DEL DÍA - 3 DE OCTUBRE - San Marcos 10,2-16.
Libro de Génesis 2,4b.7a.18-24.
Cuando el Señor Dios hizo la tierra y el cielo,
Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente.
Después dijo el Señor Dios: "No conviene que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada".
Entonces el Señor Dios modeló con arcilla del suelo a todos los animales del campo y a todos los pájaros del cielo, y los presentó al hombre para ver qué nombre les pondría. Porque cada ser viviente debía tener el nombre que le pusiera el hombre.
El hombre puso un nombre a todos los animales domésticos, a todas las aves del cielo y a todos los animales del campo; pero entre ellos no encontró la ayuda adecuada.
Entonces el Señor Dios hizo caer sobre el hombre un profundo sueño, y cuando este se durmió, tomó una de sus costillas y cerró con carne el lugar vacío.
Luego, con la costilla que había sacado del hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre.
El hombre exclamó: "¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará Mujer, porque ha sido sacada del hombre".
Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne.
Salmo 128(127),1-2.3.4-5.6.
¡Feliz el que teme al Señor
y sigue sus caminos!
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás feliz y todo te irá bien.
Tu esposa será como una vid fecunda
en el seno de tu hogar;
tus hijos, como retoños de olivo
alrededor de tu mesa.
¡Así será bendecido
el hombre que teme al Señor!
¡Que el Señor te bendiga desde Sión
todos los días de tu vida:
que contemples la paz de Jerusalén.
y veas a los hijos de tus hijos!
¡Paz a Israel!
Carta a los Hebreos 2,9-11.
Pero a aquel que fue puesto por poco tiempo debajo de los ángeles, a Jesús, ahora lo vemos coronado de gloria y esplendor, a causa de la muerte que padeció. Así, por la gracia de Dios, él experimentó la muerte en favor de todos.
Convenía, en efecto, que aquel por quien y para quien existen todas las cosas, a fin de llevar a la gloria a un gran número de hijos, perfeccionara, por medio del sufrimiento, al jefe que los conduciría a la salvación.
Porque el que santifica y los que son santificados, tienen todos un mismo origen. Por eso, él no se avergüenza de llamarlos hermanos.
Evangelio según San Marcos 10,2-16.
Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: "¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?".
El les respondió: "¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?".
Ellos dijeron: "Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella".
Entonces Jesús les respondió: "Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes.
Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer.
Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne.
Que el hombre no separe lo que Dios ha unido".
Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto.
El les dijo: "El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio".
Le trajeron entonces a unos niños para que los tocara, pero los discípulos los reprendieron.
Al ver esto, Jesús se enojó y les dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos.
Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él".
Después los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos.
MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 03 de Octubre - “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10,2-16)
Papa Francisco
Homilía, 25 de mayo 2018
Hoy, Jesús, me dices que lo que Tú has unido, no lo separe el hombre.
Al escuchar tus palabras me viene inmediatamente la realidad del matrimonio, pero creo que hoy me invitas a ampliar mis horizontes, a ver que el matrimonio no es la única cosa que Tú has unido y no quieres que nadie lo separe.
Justo después de explicar la grandeza del matrimonio a tus discípulos, te intentaron acercar unos niños, pero los discípulos lo impedían. Te enojaste, ¡y con razón! Tú habías ya unido el Reino de los cielos, tu infinito amor, con aquellos pequeños, y los discípulos intentaban separarlos.
¡Qué gran verdad me revelas en este pequeño gesto! Tú quieres estar conmigo, a mi lado, y no quieres que nada, ni nadie, me separe de Ti. Jamás me has abandonado y jamás lo harás. Siempre estarás a mi lado, si yo te lo permito.
Has querido unir tu vida a la mía... lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Jesús, ayúdame a nunca separarme de tu lado, así como Tú nunca te separas del mío.
SANTORAL DEL DÍA - 03 DE OCTUBRE - SAN FRANCISCO DE BORJA
San Francisco de Borja, presbítero, quien, muerta su mujer, con la que había tenido ocho hijos, ingresó en la Orden de la Compañía de Jesús y, pese a haber abdicado de las dignidades del mundo y rehusado las de la Iglesia, resultó elegido prepósito general, y fue memorable por su austeridad de vida y oración. Falleció en Roma el 30 de septiembre. La familia Borja, que era una de las más célebres del reino de Aragón, se hizo famosa en el mundo entero cuando Alfonso Borgia fue elegido Papa con el nombre de Calixto III. A fines del mismo siglo, hubo otro Papa Borgia, Alejandro VI, quien tenía cuatro hijos cuando fue elevado al pontificado. Para dotar a su hijo Pedro, compró el ducado de Gandía, en España. Pedro, a su vez lo legó a su hijo Juan, quien fue asesinado poco después de su matrimonio. Su hijo, el tercer duque de Gandía, se casó con la hija natural de un hijo de Fernando V de Aragón. De este matrimonio nació en 1510 Francisco de Borja y Aragón, nuestro santo, quien era nieto de un Papa y de un rey y primo de Carlos V. Francisco ingresó en la corte de este último, una vez que hubo terminado sus estudios, a los dieciocho años. Por entonces, ocurrió un incidente cuya importancia no había de verse sino más tarde. En Alcalá de Henares, Francisco quedó muy impresionado a la vista de un hombre a quien se conducía a la prisión de la Inquisición: ese hombre era Ignacio de Loyola.
Al año siguiente, tras de recibir el título de marqués de Lombay, Francisco contrajo matrimonio con Leonor de Castro. Diez años más tarde, Carlos V le nombró virrey de Cataluña, cuya capital es Barcelona. Años después, Francisco solía decir: «Dios me preparó en ese cargo para ser general de la Compañía de Jesús. Allí aprendí a tomar decisiones importantes, a mediar en las disputas, a considerar las cuestiones desde los dos puntos de vista. Si no hubiese sido virrey, nunca lo hubiese aprendido». En el ejercicio de su cargo consagraba a la oración todo el tiempo que le dejaban libres los negocios públicos y los asuntos de su familia. Los personajes de la corte comentaban desfavorablemente la frecuencia con que comulgaba, ya que prevalecía entonces la idea, muy diferente de la de los primeros cristianos, de que un laico envuelto en los negocios del mundo cometía un pecado de presunción si recibía con demasiada frecuencia el sacramento del Cuerpo de Cristo. En una palabra, el virrey de Cataluña ya no era lo que había sido: «veía con otros ojos y oía con otras orejas que antes; hablaba con otra lengua, porque su corazón había cambiado». En 1543, a la muerte de su padre, heredó el ducado de Gandía. Como el rey Juan de Portugal se negó a aceptarle como principal personaje de la corte de Felipe II, quien iba a contraer matrimonio con su hija, Francisco renunció al virreinato y se retiró con su familia a Gandía. Ello constituyó un duro golpe para su carrera pública, y desde entonces el duque empezó a preocuparse más por sus asuntos personales. En efecto, fortificó la ciudad de Gandía para protegerla contra los piratas berberiscos, construyó un convento de dominicos en Lombay y reparó un hospital. Por entonces, el obispo de Cartagena escribió a un amigo suyo: «Durante mi reciente estancia en Gandía pude darme cuenta de que Don Francisco es un modelo de duques y un espejo de caballeros cristianos. Es un hombre humilde y verdaderamente bueno, un hombre de Dios en todo el sentido de la palabra ... Educa a sus hijos con un esmero extraordinario y se preocupa mucho por su servidumbre. Nada le agrada tanto como la compañía de los sacerdotes y religiosos...»
La súbita muerte de Doña Leonor, ocurrida en 1546, puso fin a aquella existencia idílica. La esposa de Francisco había sido su amada y fiel compañera durante diecisiete años. Al verla en agonía, Francisco decidió pedir a Dios que se hiciese Su voluntad y no la propia. El más joven de sus ocho hijos tenía apenas ocho años cuando murió Doña Leonor. Poco después, el beato Pedro Fabro se detuvo unos días en Gandía; partió de ahí a Roma, llevando un mensaje del duque a san Ignacio, para comunicar al fundador de la Compañía de Jesús que había hecho voto de ingresar en la orden. San Ignacio se alegró mucho de la noticia; sin embargo, aconsejó al duque que difiriese la ejecución de sus proyectos hasta que terminase la educación de sus hijos y que, mientras tanto, tratase de obtener el grado de doctor en teología en la Universidad de Gandía, que acababa de fundar. También le aconsejaba que no divulgase su propósito, pues «el mundo no tiene orejas para oír tal estruendo». Francisco obedeció puntualmente. Pero al año siguiente, fue convocado a asistir a las cortes de Aragón, lo cual estorbaba el cumplimiento de sus propósitos. En vista de ello, san Ignacio le dio permiso de que hiciese en privado la profesión. Tres años después, el 31 de agosto de 1550, cuando todos los hijos del duque estaban ya colocados, partió éste para Roma. Tenía entonces cuarenta años.
Cuatro meses más tarde, volvió a España y se retiró a una ermita de Oñate, en las cercanías de Loyola. Desde allí obtuvo el permiso del emperador para traspasar sus títulos y posesiones a su hijo Carlos. En seguida se rasuró la cabeza y la barba, tomó el hábito clerical, y recibió la ordenación sacerdotal en la semana de Pentecostés de 1551. «El duque que se había hecho jesuita», se convirtió en la sensación de la época. El Papa concedió indulgencia plenaria a cuantos asistiesen a su primera misa en Vergara y la multitud que se congregó fue tan grande que hubo que poner el altar al aire libre. Los superiores de la casa de Oñate le nombraron ayudante del cocinero: su oficio consistía en acarrear agua y leña, en encender la estufa y limpiar la cocina. Cuando atendía a la mesa y cometía algún error el santo duque tenía que pedir perdón de rodillas a la comunidad por servirla con torpeza. Inmediatamente después de su ordenación, empezó a predicar en la provincia de Guipúzcoa y recorría los pueblos haciendo sonar una campanilla para llamar a los niños al catecismo y a los adultos a la instrucción. Por su parte, el superior de Francisco le trataba con la severidad que le parecía exigir la nobleza del duque. Indudablemente que el santo sufrió mucho en aquella época, pero jamás dio la menor muestra de impaciencia. En cierta ocasión en que se había abierto una herida en la cabeza, el médico le dijo al vendársela: «Temo, señor que voy a hacer algún daño a vuestra gracia». Francisco respondió: «Nada puede herirme más que ese tratamiento de dignidad que me dais». Después de su conversión, el duque empezó a practicar penitencias extraordinarias; era un hombre muy gordo, pero su talle empezó a estrecharse rápidamente. Aunque sus superiores pusieron coto a sus excesos, San Francisco se las ingeniaba para inventar nuevas penitencias. Más tarde, admitía que, sobre todo antes de ingresar en la Compañía de Jesús, había mortificado su cuerpo con demasiada severidad. Durante algunos meses predicó fuera de Oñate. El éxito de su predicación fue inmenso. Numerosas personas le tomaron por director espiritual. El fue uno de los primeros en reconocer el valor grandísimo de santa Teresa de Jesús.
Después de obrar maravillas en Castilla y Andalucía, se sobrepasó a sí mismo en Portugal. En 1541, san Ignacio le nombró prepósito provincial de la Compañía de Jesús en España. San Francisco de Borja desempeñó ese cargo con algo del autocratismo que era característico de los nobles de su época, pero dio muestras de su celo y, en toda ocasión expresaba su esperanza de que la Compañía de Jesús se distinguiese en el servicio de Dios por tres normas: la oración y los sacramentos, la oposición al mundo y la perfecta obediencia. Por lo demás, esas eran las características del alma del santo.
San Francisco de Borja fue prácticamente el fundador de la Compañía de Jesús en España, ya que estableció una multitud de casas y colegios durante sus años de prepósito general. Ello no le impedía, sin embargo, preocuparse por su familia y por los asuntos de España. Por ejemplo, dulcificó los últimos momentos de Juana la Loca, quien había perdido la razón cincuenta años antes, a raíz de la muerte de su esposo y, desde entonces, había experimentado una extraña aversión por el clero. Al año siguiente, poco después de la muerte de san Ignacio, Carlos V abdicó, se enclaustró en el monasterio de Yuste y mandó llamar a san Francisco. El emperador nunca había sentido predilección por la Compañía de Jesús y declaró al santo que no estaba contento de que hubiese escogido esa orden. Éste confesó los motivos por los que se había hecho jesuita y afirmó que Dios le había llamado a un estado en el que se uniese la acción a la contemplación y en el que se viese libre de las dignidades que le habían acosado en el mundo. Aclaró que, por cierto, la Compañía de Jesús era una orden nueva, pero el fervor de sus miembros valía más que la antigüedad, ya que «la antigüedad no es una garantía de fervor». Con eso quedaron disipados los prejuicios de Carlos V. San Francisco no era partidario de la Inquisición y este tribunal no le veía con buenos ojos, por lo que Felipe II tuvo que escuchar más de una vez las calumnias que los envidiosos levantaban contra el santo duque. Éste permaneció en Portugal hasta 1561, cuando el papa Pío IV le llamó a Roma a instancias del P. Laínez, general de los jesuitas.
En Roma se le acogió cordialmente. Entre los que asistían regularmente a sus sermones se contaban el cardenal Carlos Borromeo y el cardenal Ghislieri, quien más tarde fue Papa con el nombre de Pío V. Ahí se interiorizó más de los asuntos de la Compañía y empezó a desempeñar cargos de importancia. En 1565, a la muerte del P. Laínez, fue elegido general. Durante los siete años que desempeñó ese oficio, dio tal ímpetu a su orden en todo el mundo, que puede llamársele el segundo fundador. El celo con que propagó las misiones y la evangelización del mundo pagano inmortalizó su nombre. Y no se mostró menos diligente en la distribución de sus súbditos en Europa para colaborar a la reforma de las costumbres. Su primer cuidado fue establecer un noviciado regular en Roma y ordenar que se hiciese otro tanto en las diferentes provincias. Durante su primera visita a la Ciudad Eterna, quince años antes, se había interesado mucho en el proyecto de fundación del Colegio Romano y había regalado una generosa suma para ponerlo en práctica. Como general de la Compañía, se ocupó personalmente de dirigir el Colegio y de precisar el programa de estudios. Prácticamente fue él quien fundó el Colegio Romano, aunque siempre rehusó el título de fundador, que se da ordinariamente a Gregorio XIII, quien lo restableció con el nombre de Universidad Gregoriana. San Francisco construyó la iglesia de San Andrés del Quirinal y fundó el noviciado en la residencia contigua; además, empezó a construir el Gesú y amplió el Colegio Germánico, en el que se preparaban los misioneros destinados a predicar en aquellas regiones del norte de Europa en las que el protestantismo había hecho estragos.
San Pío V tenía mucha confianza en la Compañía de Jesús y gran admiración por su General, de suerte que san Francisco de Borja podía moverse con gran libertad. A él se debe la extensión de la Compañía de Jesús más allá de los Alpes, así como el establecimiento de la provincia de Polonia. Valiéndose de su influencia en la corte de Francia, consiguió que los jesuitas fuesen bien recibidos en ese país y fundasen varios colegios. Por otra parte, reformó las misiones de la India, las del Extremo Oriente y dio comienzo a las misiones de América. Entre su obra legislativa hay que contar una nueva edición de las reglas de la Compañía y una serie de directivas para los jesuitas dedicados a trabajos particulares. A pesar del extraordinario trabajo que desempeñó durante sus siete años de generalato, jamás se desvió un ápice de la meta que se había fijado, ni descuidó su vida interior. Un siglo más tarde escribió el P. Verjus: «Se puede decir con verdad que la Compañía debe a san Francisco de Borja su forma característica y su perfección. San Ignacio de Loyola proyectó el edificio y echó los cimientos; el P. Laínez construyó los muros; San Francisco de Borja techó el edificio y arregló el interior y, de esta suerte, concluyó la gran obra que Dios había revelado a san Ignacio». No obstante sus muchas ocupaciones, san Francisco encontraba tiempo todavía para encargarse de otros asuntos. Por ejemplo, cuando la peste causó estragos en Roma en 1566, el santo reunió limosnas para asistir a los pobres y envió a sus súbditos, por parejas, a cuidar a los enfermos de la ciudad, no obstante el peligro al que los exponía.
En 1571, el Papa envió al cardenal Bonelli con una embajada a España, Portugal y Francia, y san Francisco de Borja le acompañó. Aunque la embajada fue un fracaso desde el punto de vista político, constituyó un triunfo personal de Francisco. En todas partes se reunían verdaderas multitudes para «ver al santo duque» y oírle predicar; Felipe II, olvidando las antiguas animosidades, le recibió tan cordialmente como sus súbditos. Pero la fatiga del viaje apresuró el fin del santo, muy debilitado desde tiempo atrás por la responsabilidad de su cargo y por el esfuerzo que le costaba el no poder dedicarse a la oración como lo hubiese deseado. Su primo, el duque Alfonso, alarmado por el estado de su salud, le envió desde Ferrara a Roma en una litera. Sólo le quedaban ya dos días de vida. Por intermedio de su hermano Tomás, san Francisco envió sus bendiciones a cada uno de sus hijos y nietos y, a medida que su hermano le repetía los nombres de cada uno, oraba por ellos. Cuando el santo perdió el habla, un pintor entró a retratarle, lo cual muestra la falta de delicadeza que se observaba en ciertas ocasiones durante aquella época. Al ver al pintor, san Francisco manifestó su desaprobación con la mirada y el gesto y volvió el rostro a la pared para que no pudiesen retratarle. Murió a la media noche del 30 de septiembre de 1572. Según la expresión del P. Brodrick fue «uno de los hombres más buenos, amables y nobles que han pisado nuestro pobre mundo».
Desde el momento de su «conversión», san Francisco de Borja, canonizado en 1671, cayó en la cuenta de la importancia y de la dificultad de alcanzar la verdadera humildad y se impuso toda clase de humillaciones a los ojos de Dios y de los hombres. En Valladolid, donde el pueblo recibió al santo en triunfo, el P. Bustamante observó que Francisco se mostraba todavía más humilde que de ordinario y le preguntó la razón de su actitud. El santo replicó: «Esta mañana, durante la meditación, caí en la cuenta de que mi verdadero sitio está en el infierno y tengo la impresión de que todos los hombres, aun los más tontos, deberían gritarme: '¡Ve a ocupar tu sitio en el infierno!'». Un día confesó a los novicios que, durante los seis años que llevaba meditando la vida de Cristo, se había puesto siempre en espíritu a los pies de Judas; pero que recientemente había caído en la cuenta de que Cristo había lavado los pies del traidor y por ese motivo ya no se sentía digno de acercarse ni siquiera a Judas.
Oremos
Señor y Dios nuestro, que nos mandas valorar los bienes de este mundo según el criterio de tu ley, al celebrar la fiesta de San Francisco de Borja, tu siervo fiel cumplidor, enséñanos a comprender que nada hay en el mundo comparable a la alegría de gastar la vida en tu servicio. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén
OCTUBRE, MES DE LAS MISIONES - «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20)
Papa Francisco
Extracto, mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2021
Roma, San Juan de Letrán, 6 de enero de 2021
"La historia de la evangelización comienza con una búsqueda apasionada del Señor que llama y quiere entablar con cada persona, allí donde se encuentra, un diálogo de amistad (cf. Jn 15,12-17). Los apóstoles son los primeros en dar cuenta de eso, hasta recuerdan el día y la hora en que fueron encontrados: «Era alrededor de las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). La amistad con el Señor, verlo curar a los enfermos, comer con los pecadores, alimentar a los hambrientos, acercarse a los excluidos, tocar a los impuros, identificarse con los necesitados, invitar a las bienaventuranzas, enseñar de una manera nueva y llena de autoridad, deja una huella imborrable, capaz de suscitar el asombro, y una alegría expansiva y gratuita que no se puede contener. Como decía el profeta Jeremías, esta experiencia es el fuego ardiente de su presencia activa en nuestro corazón que nos impulsa a la misión, aunque a veces comporte sacrificios e incomprensiones (cf. 20,7-9). El amor siempre está en movimiento y nos pone en movimiento para compartir el anuncio más hermoso y esperanzador: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41)."