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miércoles, 16 de marzo de 2016

EL MISTERIO DE LA SERPIENTE - HOMILÍA PAPA FRANCISCO




    
    Si queremos conocer “ la historia de amor” que Dios ha llevado a cabo por nosotros, es necesario mirar el Crucifijo, sobre el que está un Dios que ha renunciado a “su divinidad”, se ha ensuciado con el “pecado” para salvar a los hombres. Lo ha afirmado Papa Francisco en la homilía de la Misa celebrada esta mañana en Santa Marta.

    La historia de la salvación relatada en la Biblia está relacionada con un animal, el primero en ser nombrado en el Génesis y el último mencionado en el Apocalipsis: la serpiente. Un animal que, en la Escritura, es símbolo poderoso de daño, y misteriosamente, afirma el Papa, de redención.


   
    The Interior of All Saints, Margaret Street (1859) by William Butterfield

    "Moisés levantando la serpiente - que simboliza la crucifixión; Abraham ofreciendo a su único hijo Isaac, como Dios dio a su Hijo por nuestros pecados; y Melquisedec, sacerdote del Dios -. arquetipo del gran Sumo Sacerdote, Cristo "

    El misterio de la serpiente

    Para explicar esto, Papa Francisco enlaza con la Lectura del Libro de los Números y el Evangelio de Juan. La primera contiene el famoso pasaje del pueblo de Israel, que cansado de vagar por el desierto con poca comida, se enfada con Dios y con Moisés. También aquí las protagonistas son las serpientes, dos veces. Las primeras enviadas por el cielo contra el pueblo infiel, que siembran el terror y la muerte hasta que la gente implora a Moisés el perdón.

    Y la segunda es un reptil muy especial que entra en escena: “Dios dice a Moisés: ‘Haz una serpiente y ponla encima de un estandarte (la serpiente de bronce). Quien hay sido mordido y lo mire, se curará’. Es misterioso: el Señor no mata a las serpientes, las deja. Pero si una de estas hace daño a una persona, esta mira a la serpiente de bronce y se salva. Alzando a la serpiente”.

    La salvación está en lo alto

    El verbo “alzar” es el centro del duro enfrentamiento entre Cristo y los fariseos descrito en el Evangelio. En un momento dado, Jesús afirma: “Cuando hayáis alzado al Hijo del hombre, conoceréis quien soy Yo”

    Antes que nada, destaca Francisco, “Yo soy” es también el nombre que Dios había dado de Sí mismo a Moisés para comunicarlo a los israelitas. Y después, añade el Papa, está la expresión que vuelve: “alzar al Hijo del hombre”…

    “La serpiente, símbolo del pecado. La serpiente que mata. Pero una serpiente salva. Este es el Misterio de Cristo. Pablo, hablando de este Misterio, dice que Jesús se vació de sí mismo, se humilló, se abajó para salvarnos. Y más fuerte todavía: ‘Se hizo pecado’. Usando este símbolo, se hizo serpiente. Este es el mensaje profético, de estas Lecturas de hoy. El Hijo del hombre, que como una serpiente ‘hecha pecado’, es alzado para salvarnos”.



   
 El abajamiento de Dios

    Esta, dice el Papa, “es la historia de nuestra redención, esta es la historia del amor de Dios. Si nosotros queremos conocer el amor de Dios, miremos al Crucifijo: un hombre torturado”, un Dios, “vacío de su divinidad”, “ensuciado” por el pecado. Pero un Dios, concluye, que humillándose destruye para siempre el verdadero nombre del mal, lo que el Apocalipsis llama “la serpiente antigua”.

    “El pecado es la obra de Satanás y Jesús vence a Satanás ‘haciéndose pecado’ y de allí nos alza a todos nosotros. La Cruz no es un adorno, no es una obra de arte, con muchas piedras preciosas, como se ven por ahí. La Cruz es el Misterio de la ‘humillación’ de Dios, por amor. Y esa serpiente que profetiza en el desierto la salvación: alzado y quien lo mira se cura. Esto no se ha hecho con la varita mágica de un Dios que hace las cosas: ¡no! Está hecho con el sufrimiento del Hijo del hombre ¡con el sufrimiento de Jesucristo!”.


homilía en Casa Santa Marta
RADIO VATICANO 15 MARZO, 2016




lunes, 18 de enero de 2016

Homilía del Papa: No cerrar el corazón a las sorpresas del Espíritu Santo

Francisco \ Misa en Santa Marta




    (RV).- Los cristianos detenidos al “se ha hecho siempre así” tienen un corazón cerrado a las sorpresas del Espíritu Santo y jamás llegarán a la plenitud de la verdad porque son idólatras y rebeldes. Lo afirmó el Papa Francisco en su homilía de la Misa matutina celebrada en la Capilla de la Casa de Santa Marta.

    En la primera lectura Saúl es rechazado por Dios como rey de Israel porque prefiere escuchar al pueblo más que la voluntad del Señor y desobedece. El pueblo, después de una victoria en una batalla, quería realizar un sacrificio a Dios con las mejores cabezas de ganado porque, dice, “siempre se ha hecho así”.

    Pero Dios, esta vez no quería. El Profeta Samuel reprocha a Saúl: “¿Acaso al Señor le agradan los holocaustos y los sacrificios cuanto la obediencia a la voz del Señor?”. “Lo mismo – observó el Papa – nos enseña Jesús en el Evangelio”: los doctores de la ley le reprochan que sus discípulos no ayunaban como hasta ese momento se había hecho siempre. Y Jesús responde “con este principio de vida”: “Nadie le echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto, lo nuevo de lo viejo, y deja un roto peor. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque revientan los odres, y se pierden el vino y los odres; ¡a vino nuevo, odres nuevos!”.

    “¿Qué significa esto? ¿Que cambia la ley? ¡No! Que la ley está al servicio del hombre, que está al servicio de Dios y por esto el hombre debe tener el corazón abierto. El ‘siempre ha sido hecho así’ es de un corazón cerrado y Jesús nos ha dicho: ‘Les enviaré al Espíritu Santo y Él los conducirá a la verdad plena’. Si tú tienes el corazón cerrado a las novedades del Espíritu, ¡jamás llegarás a la verdad plena! Y tu vida cristiana será una vida a medias, una vida emparchada, remendada con cosas nuevas, pero sobre una estructura que no está abierta a la voz del Señor. Un corazón cerrado, porque no eres capaz de cambiar los odres”.

    El Papa subrayó que éste es el pecado del rey Saúl, por el que ha sido rechazado. Es el pecado de tantos cristianos que se aferran a lo que se ha hecho siempre y no permiten que se cambien los odres. Y terminan con una vida a medias, emparchada, remendada, sin sentido. El pecado “es un corazón cerrado” – dijo – que “no escucha la voz del Señor, que no está abierto a la novedad del Señor, al Espíritu que siempre nos sorprende”. La rebelión – dice Samuel – es “pecado de adivinación”, la obstinación es idolatría:

    “Los cristianos obstinados en el ‘siempre se ha hecho así’, ‘éste es el camino’, ‘ésta es la senda’, pecan: pecan de adivinación. Es como si fueran a ver a una adivina: ‘Es más importante lo que se ha dicho y que no cambia; lo que siento
yo – por mi parte y de mi corazón cerrado – que la Palabra del Señor’. También es un pecado de idolatría la obstinación: el cristiano que se obstina, ¡peca! Peca de idolatría. ‘¿Y cuál es el camino, Padre?’: abrir el corazón al Espíritu Santo, discernir cuál es la voluntad de Dios”.

    El Papa explicó asimismo que en tiempos de Jesús era habitual que los buenos israelíes ayunaran. Pero hay otra realidad: está el Espíritu Santo que nos conduce a la verdad plena. Y por esta razón Él tiene necesidad de corazones abiertos, de corazones que no estén obstinados en el pecado de idolatría de sí mismos, porque es más importante lo que yo pienso que aquella sorpresa del Espíritu Santo”:

    “Este es el mensaje que hoy nos da la Iglesia. Esto es lo que Jesús dice con tanta fuerza: ‘Vino nuevo en odres nuevos’. A las novedades del Espíritu, a las sorpresas de Dios, incluso las costumbres deben renovarse. Que el Señor nos dé la gracia de un corazón abierto, de un corazón abierto a la voz del Espíritu, que sepa discernir lo que ya no debe cambiar, porque es un cimiento, de lo que debe cambiar para poder recibir la novedad del Espíritu Santo”


    Fuente: Radio Vaticano





viernes, 8 de enero de 2016

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO

El Papa Francisco habla del gran amor de Dios que abraza a cada uno a pesar de sus pecados




VATICANO, 08 Ene. 16 / 05:34 am  El amor de Dios es infinito y no tiene límites. Así de concreto fue hoy el Papa Francisco en la homilía de la Misa que celebró en la Casa Santa Marta a primera hora de la mañana, donde explicó que Dios espera a cada persona para abrazarla tal cual es, por muy pecadora que sea.

“¿Para qué nos espera?”, se preguntó. “Para abrazarnos, nada más. Para decir: ‘Hijo, hija, te amo. He dejado que crucificaran a mi Hijo por ti; este es el precio de mi amor’. Este es el regalo de amor”, reflexionó el Papa.

Francisco comentó la primera lectura de la liturgia del día, del apóstol San Juan, que habla sobre los dos mandamientos principales de la vida: el amor de Dios y el amor al prójimo y señaló que la certeza de que “el Señor me espera, el Señor quiere que abra la puerta de mi corazón” hay que tenerla “siempre”, y si alguno tuviera el escrúpulo de no sentirse digno del amor de Dios, “es mejor, porque Él te espera, así como tú eres, no como te dicen que deber ser”.

“Vayan al Señor y digan: ‘Pero tú sabes Señor que te amo’. O si no siento decirlo así: ‘Tú sabes Señor que quisiera amarte, pero soy muy pecador, muy pecadora’. Y Él hará lo mismo que ha hecho con el hijo pródigo que ha gastado todo el dinero en los vicios: no te dejará terminar tu discurso, con un abrazo te hará callar. El abrazo del amor de Dios”.

El Santo Padre meditó sobre el significado de la palabra “amor”, “que se usa muchas veces y no se sabe, cuando se utiliza, qué significa exactamente”.

“¿Qué es el amor? A veces pensamos en el amor de las telenovelas, no, ese no parece amor. O el amor puede parecer entusiasmo por una persona y después… se apaga”.

“¿De dónde viene el verdadero amor? Todo el que ama ha sido generado por Dios, porque Dios es amor”, explicó.

Francisco apuntó que Dios ama “primero”, como se observa en el Evangelio del día que narra la multiplicación de los panes y los peces. Ahí –dijo el Papa– Jesús tiene “compasión” de la gente, algo distinto a “tener pena”. “El amor que Jesús tiene para las personas que le rodean lo lleva a “sufrir con ellos, a participar en la vida de la gente”.

“Cuando tenemos algo en el corazón y queremos pedir perdón al Señor, es Él el que espera para darnos el perdón”, añadió.

Francisco aprovechó también para recordar que se está celebrando el Jubileo de la Misericordia y su significado es precisamente este: “nosotros sabemos que el Señor nos está esperando, a cada uno de nosotros”.

FUENTE: © ACI Prensa

jueves, 7 de enero de 2016

Papa Francisco: “Poned a prueba a los espíritus” que os mueven



En la homilía en Santa Marta de este jueves, apunta a las obras de misericordia como lo más concreto de nuestra fe




    Las obras de misericordia están en el corazón de nuestra fe en Dios. Es lo que afirmó el papa Francisco en la misa matutina celebrada este jueves 7 de enero en Santa Marta, la primera después de la pausa de Navidad.

    Deteniéndose en la Primera Lectura, tomada de la Primera carta de san Juan, el Pontífice advirtió que hay que guardarse de la mundanidad y de esos espíritus que nos alejan de Dios, que se ha hecho carne por nosotros.

    “Permanecer en Dios”

    El papa Francisco desarrolló su homilía partiendo de esta afirmación de san Juan: “Permanecer en Dios, retomó, es un poco la respiración de la vida cristiana, es el estilo”.

    Un cristiano, repitió, es “el que permanece en Dios”, el que “tiene el Espíritu Santo y se deja guiar por Él”. Al mismo tiempo, recordó Francisco, el Apóstol advierte contra el dar “fe a todo espíritu”.

   Es necesario poner a “prueba los espíritus, para saber si provienen verdaderamente de Dios. Esta es la regla cotidiana de vida que enseña Juan”, indicó Francisco.

    ¿Qué quiere decir “poner a prueba a los espíritus?” No se trata de “fantasmas”, precisó el Papa, se trata de “saber”, ver “qué sucede en mi corazón”, cuál es la raíz “de lo que estoy sintiendo en cada momento, de dónde viene. Esto es poner a prueba: si lo que siento viene de Dios o viene del otro, “del Anticristo”.

    Discernir bien qué sucede en nuestra alma

La mundanidad, continuó es “el espíritu que nos aleja del Espíritu de Dios que nos hace permanecer en el Señor”. ¿Cuál es el criterio para “hacer un buen discernimiento de lo que sucede en mi alma”?, se preguntó el Papa. El Apóstol Juan nos da solo uno: “Todo espíritu que reconoce a Jesucristo venido en la carne es de Dios, y todo el que no lo hace no es de Dios”.

    “El criterio es la Encarnación. Puedo sentir muchas cosas dentro, incluso cosas buenas, ideas buenas. Pero si estas ideas, estos sentimientos, no me llevan a Dios que se ha hecho carne, no me llevan al prójimo, al hermano, no son de Dios. Por esto, Juan comienza esta cita de su carta diciendo: ‘Este es el mandamiento de Dios: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos los unos a los otros’”.

    Las obras de misericordia son el centro de nuestra fe

    “Podemos hacer muchos planes pastorales”, añadió, imaginar nuevos métodos “para acercarnos a la gente” pero, “si no hacemos el camino de Dios venido en la Carne, del Hijo de Dios que se hizo hombre para caminar con nosotros, no estamos en el camino del buen espíritu: es el Anticristo, es la mundanidad, es el espíritu del mundo”.

    “Cuanta gente encontramos en la vida que parece espiritual: ‘¡Qué persona tan espiritual es esta!’, pero no le hables de obras de misericordia ¿por qué? Porque las obras de misericordia son lo más concreto de nuestra confesión de que el Hijo de Dios se ha hecho carne: visitar al enfermo, dar de comer a quien no tiene hambre, cuidar a los excluidos…”.

    “Obras de misericordia ¿por qué? Porque todos nuestros hermanos, a los que debemos amar, son la carne de Cristo. Dios se ha hecho carne para identificarse con nosotros. Y el que sufre es Cristo que sufre”.

    Si el espíritu viene de Dios me lleva al servicio a los demás

    “No deis fe a todo espíritu, estad atentos -afirmó el Papa-, poned a prueba a los espíritus para saber si vienen verdaderamente de Dios”.

    Y destacó que “el servicio al prójimo, al hermano, a la hermana que lo necesita”, que tiene necesidad, incluso, de un consejo, que necesita mi oído para ser escuchado”, “estos son los signos de que vamos por el camino del buen espíritu, es decir el camino del Verbo de Dios que se ha hecho carne”.

    “Pidamos al Señor, hoy, la gracia de conocer bien lo que sucede en nuestro corazón, lo que nos gusta a hacer, es decir lo que me llega más: si el Espíritu de Dios, que me lleva al servicio de los demás o el espíritu del mundo que gira en torno a mí mismo, a mis cerrazones, a mis egoísmos, a mis cosas… Pidamos la gracia de conocer lo que sucede en nuestro corazón”.


Fuente: Aleteia

viernes, 1 de enero de 2016

HOMILÍA APERTURA DE LA PUERTA SANTA EN LA BASÍLICA VATICANA DE SANTA MARÍA LA MAYOR





Texto completo de la homilía del Papa Francisco:

Salve, Mater misericordiae!

    Con este saludo nos dirigimos a la Virgen María en la Basílica romana dedicada a ella con el título de Madre de Dios. Es el comienzo de un antiguo himno, que cantaremos al final de esta santa Eucaristía, de autor desconocido y que ha llegado hasta nosotros como una oración que brota espontáneamente del corazón de los creyentes: «Dios te salve, Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». En estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de personas que, con sus ojos fijos en el icono de la Virgen, piden su intercesión y su consuelo.

    Hoy más que nunca resulta muy apropiado que invoquemos a la Virgen María, sobre todo como Madre de la Misericordia. La Puerta Santa que hemos abierto es de hecho una puerta de la Misericordia. Quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza de que tendrá a su lado la compañía de María. Ella es Madre de la misericordia, porque ha engendrado en su seno el Rostro mismo de la misericordia divina, Jesús, el Emmanuel, el Esperado de todos los pueblos, el «Príncipe de la Paz» (Is 9,5). El Hijo de Dios, que se hizo carne para nuestra salvación, nos ha dado a su Madre, que se hace peregrina con nosotros para no dejarnos nunca solos en el camino de nuestra vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor.

    María es Madre de Dios que perdona, que da el perdón, y por eso podemos decir que es Madre del perdón. Esta palabra –«perdón»– tan poco comprendida por la mentalidad mundana, indica sin embargo el fruto propio y original de la fe cristiana. El que no sabe perdonar no ha conocido todavía la plenitud del amor. Y sólo quien ama de verdad es capaz de llegar a perdonar, olvidando la ofensa recibida. A los pies de la cruz, María vio a su Hijo ofrecerse totalmente a sí mismo y así dar testimonio de lo que significa amar como Dios ama. En aquel momento escuchó a Jesús pronunciar palabras que probablemente nacían de lo que ella misma le había enseñado desde niño: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En aquel momento, María se convirtió para todos nosotros en Madre del perdón. Ella misma, siguiendo el ejemplo de Jesús y con su gracia, fue capaz de perdonar a los que estaban matando a su Hijo inocente.

    Para nosotros, María se convierte en un icono de cómo la Iglesia debe extender el perdón a cuantos lo piden. La Madre del perdón enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No lo puede detener la ley con sus argucias, ni los saberes de este mundo con sus disquisiciones. El perdón de la Iglesia debe tener la misma amplitud que el de Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay alternativa. Y por eso el Espíritu Santo ha hecho que los Apóstoles sean instrumentos eficaces de perdón, para que todo lo que nos ha conseguido la muerte de Jesús pueda llegar a todos los hombres, en cualquier momento y lugar (cf. Jn 20,19-23).

    El himno mariano, por último, continúa diciendo: «Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». La esperanza, la gracia y la santa alegría son hermanas: todas son don de Cristo, es más, son otros nombres suyos, escritos, por así decir, en su carne. El regalo que María nos hace al darnos a Jesucristo es el del perdón que renueva la vida, que le permite cumplir de nuevo la voluntad de Dios, y que la llena de auténtica felicidad. Esta gracia abre el corazón para mirar el futuro con la alegría de quien espera. Es la enseñanza que proviene del Salmo: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. […]Devuélveme la alegría de tu salvación» (51, 12.14). La fuerza del perdón es el auténtico antídoto contra la tristeza provocada por el rencor y por la venganza. El perdón nos abre a la alegría y a la serenidad porque libera el alma de los pensamientos de muerte, mientras el rencor y la venganza perturban la mente y desgarran el corazón quitándole el reposo y la paz.

    Atravesemos, por tanto, la Puerta Santa de la Misericordia con la certeza de que la Virgen Madre nos acompaña, la Santa Madre de Dios, que intercede por nosotros. Dejémonos acompañar por ella para redescubrir la belleza del encuentro con su Hijo Jesús. Abramos de par en par nuestro corazón a la alegría del perdón, conscientes de ver restituida la esperanza cierta, para hacer de nuestra existencia cotidiana un humilde instrumento del amor de Dios.

    Y con amor de hijos aclamémosla con las mismas palabras pronunciadas por el pueblo de Éfeso, en tiempos del histórico Concilio: «Santa Madre de Dios».

Homilía del Papa Francisco. Solemnidad de Santa María Madre de Dios







    VATICANO, 01 Ene. 16 / 04:45 am .- El Papa Francisco presidió hoy la Misa por la Solemnidad de Santa María Madre de Dios.

    A continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco:

    Hemos escuchado las palabras del apóstol Pablo: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,4).

    ¿Qué significa el que Jesús nazca en la «plenitud de los tiempos»? Si nos fijamos únicamente en el momento histórico, podemos quedarnos pronto defraudados. Roma dominaba con su potencia militar gran parte del mundo conocido. El emperador Augusto había llegado al poder después de haber combatido cinco guerras civiles. También Israel había sido conquistado por el Imperio Romano y el pueblo elegido carecía de libertad. Para los contemporáneos de Jesús, por tanto, ese no era en modo alguno el mejor momento. La plenitud de los tiempos no se define desde una perspectiva geopolítica.

    Se necesita, pues, otra interpretación, que entienda la plenitud desde el punto de vista de Dios. Para la humanidad, la plenitud de los tiempos tiene lugar en el momento en el que Dios establece que ha llegado la hora de cumplir la promesa que había hecho. Por tanto, no es la historia la que decide el nacimiento de Cristo; es más bien su venida en el mundo la que permite a la historia alcanzar su plenitud. Por esta razón, el nacimiento del Hijo de Dios señala el comienzo de una nueva era en la que se cumple la antigua promesa. Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa» (1,1-3). La plenitud de los tiempos es, pues, la presencia en nuestra historia del mismo Dios en persona. Ahora podemos ver su gloria que resplandece en la pobreza de un establo, y ser animados y sostenidos por su Verbo que se ha hecho «pequeño» en un niño. Gracias a él, nuestro tiempo encuentra su plenitud.

    Sin embargo, este misterio contrasta siempre con la dramática experiencia histórica. Cada día, aunque deseamos vernos sostenidos por los signos de la presencia de Dios, nos encontramos con signos opuestos, negativos, que nos hacen creer que está ausente. La plenitud de los tiempos parece desmoronarse ante la multitud de formas de injusticia y de violencia que hieren cada día a la humanidad. A veces nos preguntamos: ¿Cómo es posible que perdure la opresión del hombre contra el hombre, que la arrogancia del más fuerte continúe humillando al más débil, arrinconándolo en los márgenes más miserables de nuestro mundo? ¿Hasta cuándo la maldad humana seguirá sembrando la tierra de violencia y odio, que provocan tantas víctimas inocentes? ¿Cómo puede ser este un tiempo de plenitud, si ante nuestros ojos muchos hombres, mujeres y niños siguen huyendo de la guerra, del hambre, de la persecución, dispuestos a arriesgar su vida con tal de que se respeten sus derechos fundamentales? Un río de miseria, alimentado por el pecado, parece contradecir la plenitud de los tiempos realizada por Cristo.

    Y, sin embargo, este río en crecida nada puede contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo. Todos estamos llamados a sumergirnos en este océano, a dejarnos regenerar para vencer la indiferencia que impide la solidaridad y salir de la falsa neutralidad que obstaculiza el compartir. La gracia de Cristo, que lleva a su cumplimiento la esperanza de la salvación, nos empuja a cooperar con él en la construcción de un mundo más justo y fraterno, en el que todas las personas y todas las criaturas puedan vivir en paz, en la armonía de la creación originaria de Dios. Al comienzo de un nuevo año, la Iglesia nos hace contemplar la Maternidad de María como icono de la paz. La promesa antigua se cumple en su persona. Ella ha creído en las palabras del ángel, ha concebido al Hijo, se ha convertido en la Madre del Señor. A través de ella, a través de su «sí», ha llegado la plenitud de los tiempos. El Evangelio que hemos escuchado dice: «Conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Ella se nos presenta como un vaso siempre rebosante de la memoria de Jesús, Sede de la Sabiduría, al que podemos acudir para saber interpretar coherentemente su enseñanza. Hoy nos ofrece la posibilidad de captar el sentido de los acontecimientos que nos afectan a nosotros personalmente, a nuestras familias, a nuestros países y al mundo entero. Donde no puede llegar la razón de los filósofos ni los acuerdos de la política, llega la fuerza de la fe que lleva la gracia del Evangelio de Cristo, y que siempre es capaz de abrir nuevos caminos a la razón y a los acuerdos.

    Bienaventurada eres tú, María, porque has dado al mundo al Hijo de Dios; pero todavía más dichosa por haber creído en él. Llena de fe has concebido a Jesús antes en tu corazón que en tu seno, para hacerte Madre de todos los creyentes (cf. San Agustín, Sermón 215, 4). Derrama sobre nosotros tu bendición en este día consagrado a ti; muéstranos el rostro de tu Hijo Jesús, que derrama sobre todo el mundo su misericordia y su paz.


    Fuente: ACIPRENSA.