domingo, 20 de septiembre de 2020

EVANGELIO - 21 de Septiembre - San Mateo 9,9-13


    Carta de San Pablo a los Efesios 4,1-7.11-13.

    Hermanos: Yo, que estoy preso por el Señor, los exhorto a comportarse de una manera digna de la vocación que han recibido.
    Con mucha humildad, mansedumbre y paciencia, sopórtense mutuamente por amor.
    Traten de conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz.
    Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida.
    Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo.
    Hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos.
    Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido.
    El comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros.
    Así organizó a los santos para la obra del ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo.


Salmo 19(18),2-3.4-5.

El cielo proclama la gloria de Dios
y el firmamento anuncia la obra de sus manos;
un día transmite al otro este mensaje

y las noches se van dando la noticia.
Sin hablar, sin pronunciar palabras,
sin que se escuche su voz,

resuena su eco por toda la tierra
y su lenguaje, hasta los confines del mundo.
Allí puso una carpa para el sol


    Evangelio según San Mateo 9,9-13.

    Jesús, al pasar, vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: "Sígueme". El se levantó y lo siguió.
    Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con él y sus discípulos.
    Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: "¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?".
    Jesús, que había oído, respondió: "No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos.
    Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores".

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 21 de Septiembre - "Uno de los primeros testimonios históricos de los evangelistas"

 


        San Ireneo de Lyon (c. 130-c. 208), obispo, teólogo y mártir Contra los herejes, III 11,8; 9,1

Uno de los primeros testimonios históricos de los evangelistas

    Los apóstoles se fueron hasta los extremos de la tierra proclamando la buena noticia de los beneficios que Dios nos regala y anunciando a los hombres la paz del cielo. (cf Lc 2,14) Ellos poseían, cada uno en particular y todos en común, la buena noticia de Dios. Mateo precisamente, entre los hebreos, difundió en su propia lengua una forma escrita del evangelio, mientras que Pedro y Pablo evangelizaron en Roma y fundaron la Iglesia. Después de la muerte de ellos, Marcos el discípulo e intérprete de Pedro (1P 5,13) nos transmitió también, por escrito, la predicación de Pedro. Asimismo, Lucas, el compañero de Pablo, ha consignado en un libro el evangelio predicado por éste. Por fin, Juan, el discípulo del Señor, el mismo que reposó sobre el costado de Jesús (Jn 13,25) ha publicado a su vez el evangelio durante su estancia en Efeso.


    Mateo, en su evangelio presenta la genealogía de Cristo como hombre: “Genealogía de Jesús, Mesías, Hijo de David, Hijo de Abrahán:...el nacimiento de Jesús fue así:..” (cf Mt 1,1-18) Este evangelio presenta a Cristo en su condición humana. Por esto encontramos en él a un Cristo animado siempre por sentimientos de humildad, siendo un hombre lleno de ternura... El apóstol Mateo conoce un solo y único Dios que prometió a Abrahán multiplicar su descendencia como las estrellas del firmamento (Gn 15,5) y que nos ha llamado, gracias a Jesucristo su Hijo, del culto a las piedras al conocimiento del Dios verdadero (cf Mt 3,9), de manera que “al que no es mi pueblo lo llamaré “Pueblo mío”, y “Amada mía” a la que no es mi amada.”(Os 2,25; Rm 9,25).

FIESTA DE SAN MATEO APÓSTOL Y EVANGELISTA

21 de septiembre


    San Mateo, hijo de Alfeo, vivió en Cafarnaún, en el lago de Galilea. Es llamado Leví por los evangelistas San Marcos y San Lucas. Fue un publicano, es decir, un colector de impuestos para los romanos. Cuando Jesús lo ve sentado a la mesa de recaudación de impuestos lo llama para que sea uno de los Doce (Mt 9,9ss). El mismo episodio lo narran también los otros Evangelios sinópticos (Mc 2, 14ss, Lc 5, 27ss). San Mateo es el octavo en la enumeración de los Hechos de los Apóstoles (Hch 1, 13) y en la del mismo Mateo (Mt 10,3), que cuando se nombra a sí mismo se llama "Mateo, el publicano", y el séptimo en la lista de San Marcos y San Lucas (Mc. 3, 13; Lc 6, 12). Debido a su profesión provienen los atributos con los cuales se le representan: una bolsa de dinero o un tablero de contar.

    Después de la ascensión del Señor, San Mateo predicó varios años en Judea y en los países cercanos hasta la dispersión de los apóstoles. Poco antes de esta dispersión escribe su Evangelio, siendo el primero de los cuatro, tal como lo atestigua Papías, obispo de Hierápolis, el cual es citado en la Historia Eclesiástica por Eusebio: "Mateo ordenó (compuso) las palabras (logia) del Señor en lengua hebrea, y cada uno las interpretó (tradujo) luego como pudo". Su Evangelio fue escrito en arameo y dirigido sobre todo a los judíos. El Apóstol San Bartolomé llevó una copia a la India y la dejó ahí.

    Según varias fuentes apócrifas, que no siempre coinciden en todos los detalles, luego de predicar en Judea, fue a predicar entre los partos y los persas, pero sobre todo en Etiopía, donde venció a dos magos que se hacían adorar como dioses y a los dragones que los acompañaban. Después resucitó a la hija del rey Egipo (o Hegesipo). Fue martirizado por oponerse al matrimonio del rey Hirciaco con su sobrina Ifigenia, la cual se había convertido al cristianismo por la predicación del Apóstol. Fue muerto a filo de espada cuando estaba orando al pie del altar después de misa, lo cual le vale otro de los atributos de su iconografía: la espada, que a veces se cambia por alabarda o hacha.

    San Mateo, en cuanto evangelista, es representado con un libro o rollo de modo genérico. Pero cada uno de los cuatro evangelistas tiene un símbolo especial, inspirado en la visión de los "Cuatro Vivientes" que nos trae el profeta Ezequiel (Ez. 1, 5ss) y que recoge el Apocalipsis (Ap. 4, 6-11) en el Nuevo Testamento. Por comenzar a narrar la genealogía humana de Jesús, a Mateo le corresponde el "rostro humano" del tercer Viviente (Ap. 4, 7), por ello un hombre alado es el símbolo de su Evangelio. Este simbolismo fue fijado por San Jerónimo.

    La Liturgia aplica a San Mateo las siguientes palabras del libro de Esdras: "Este maestro, muy instruido en la Ley dada a Moisés por Yavé, Dios de Israel (...) sobre él estaba la bondadosa mano de su Dios. (...) se había dedicado con todo su corazón a poner por obra la Ley de Yavé y a enseñar a Israel sus mandamientos y preceptos." (cfr. Esd. 7, 6-10).

    El hecho de haber tenido como invitado al Señor a su mesa, y el trabajo al que se dedicaba cuando fue llamado por el Señor se aluden en la liturgia de su fiesta. En la oración colecta se señala que Dios, "inexpresable misericordia", se dignó "elegir a san Mateo para convertirlo de recaudador de impuestos en un apóstol". En la oración postcomunión se hace referencia al "gozo salvífico que experimentó san Mateo cuando recibió en su casa como comensal al Salvador". Y en el himno de Laudes, "Præclara Qua", rezamos: "Oh Mateo, ¡qué riquezas tan grandes te prepara el Señor, que te llamó cuando estabas (...) apegado a las monedas! / A impulsos de tu amor ardiente te apresuras a recibir al Maestro (...)". San Mateo es patrono de los banqueros, y su fiesta se celebra el 21 de septiembre.

Oremos

    Dios nuestro, que, en tu inefable misericordia, elegiste a San Mateo, para transformarlo de recaudador de impuestos en un apóstol, haz que también nosotros, imitando su ejemplo y apoyados por su intercesión, te sigamos con fidelidad, cualesquiera que sean las circunstancias de nuestra vida. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

sábado, 19 de septiembre de 2020

EVANGELIO - 20 de Septiembre - San Mateo 20,1-16a


    Libro de Isaías 55,6-9.

    ¡Busquen al Señor mientras se deja encontrar, llámenlo mientras está cerca!
    Que el malvado abandone su camino y el hombre perverso, sus pensamientos; que vuelva el Señor, y él le tendrá compasión, a nuestro Dios, que es generoso en perdonar.
    Porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos -oráculo del Señor-.
    Como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes.


Salmo 145(144),2-3.8-9.17-18.

Señor, día tras día te bendeciré,
y alabaré tu Nombre sin cesar.
¡Grande es el Señor y muy digno de alabanza:
su grandeza es insondable!

El Señor es bondadoso y compasivo,
lento para enojarse y de gran misericordia;
el Señor es bueno con todos
y tiene compasión de todas sus criaturas.

El Señor es justo en todos sus caminos
y bondadoso en todas sus acciones;
El Señor está cerca de aquellos que lo invocan,
de aquellos que lo invocan de verdad.


    Carta de San Pablo a los Filipenses 1,20c-24.27a.

    Así lo espero ansiosamente, y no seré defraudado. Al contrario, estoy completamente seguro de que ahora, como siempre, sea que viva, sea que muera, Cristo será glorificado en mi cuerpo.
    Porque para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia.
    Pero si la vida en este cuerpo me permite seguir trabajando fructuosamente, ya no sé qué elegir.
    Me siento urgido de ambas partes: deseo irme para estar con Cristo, porque es mucho mejor, pero por el bien de ustedes es preferible que permanezca en este cuerpo.
    Solamente les pido que se comporten como dignos seguidores del Evangelio de Cristo. De esa manera, sea que yo vaya a verlos o que oiga hablar de ustedes estando ausente, sabré que perseveran en un mismo espíritu, luchando de común acuerdo y con un solo corazón por la fe del Evangelio.


    Evangelio según San Mateo 20,1-16a.

    Porque el Reino de los Cielos se parece a un propietario que salió muy de madrugada a contratar obreros para trabajar en su viña.
    Trató con ellos un denario por día y los envío a su viña.
    Volvió a salir a media mañana y, al ver a otros desocupados en la plaza, les dijo: 'Vayan ustedes también a mi viña y les pagaré lo que sea justo'.
    Y ellos fueron. Volvió a salir al mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo.
    Al caer la tarde salió de nuevo y, encontrando todavía a otros, les dijo: '¿Cómo se han quedado todo el día aquí, sin hacer nada?'.
    Ellos les respondieron: 'Nadie nos ha contratado'. Entonces les dijo: 'Vayan también ustedes a mi viña'.
    Al terminar el día, el propietario llamó a su mayordomo y le dijo: 'Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los últimos y terminando por los primeros'.
    Fueron entonces los que habían llegado al caer la tarde y recibieron cada uno un denario.
    Llegaron después los primeros, creyendo que iban a recibir algo más, pero recibieron igualmente un denario.
    Y al recibirlo, protestaban contra el propietario, diciendo: 'Estos últimos trabajaron nada más que una hora, y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada'.
    El propietario respondió a uno de ellos: 'Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no habíamos tratado en un denario?
    Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti. 
¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?'. Así, los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos».

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 20 de Septiembre - “Id también vosotros a la viña...”


San Juan Crisóstomo (c. 345-407) presbítero en Antioquía, después obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia Homilía sobre San Mateo,nº64, 4

“Id también vosotros a la viña...”

    Es evidente que esta parábola se dirige tanto a los que viven en la virtud desde su juventud y a los que se vuelven virtuosos en la vejez: a los primeros para preservarlos del orgullo e impedir que hagan reproches a los de la hora undécima; a los segundos para enseñarles que pueden merecer el mismo salario en poco tiempo. El Salvador acababa de hablar de la renuncia a las riquezas, del desapego de todos los bienes, virtudes que exigen un corazón grande y ánimo firme. Para ello es necesario el ardor y la generosidad de una alma joven. El Señor reaviva en ellos la llama de la caridad, fortifica sus sentimientos y les manifiesta que, incluso los de la última hora, reciben el salario de toda la jornada... Todas las parábolas de Jesús, la de las diez vírgenes, la de la red, de las espinas, de la higuera estéril, nos invitan a mostrar nuestra virtud en nuestras acciones. Jesús habla poco de los dogmas porque no piden mucho esfuerzo. Pero habla a menudo de la vida. Mejor dicho, hablo continuamente de la vida porque es un combate permanente con sus penas imparables.

SANTORAL - SANTOS ANDRÉS KIM TAEGON,PABLO CHONG HASANG Y COMPAÑEROS MÁRTIRES

20 de Septiembre



    Memoria de los santos Andrés Kim Taegon, presbítero, Pablo Chong Hasang y compañeros, mártires en Corea. Se veneran este día en común celebración todos los ciento tres mártires que en aquel país testificaron intrépidamente la fe cristiana, introducida fervientemente por algunos laicos, y después alimentada y reafirmada por la predicación y celebración de los sacramentos por medio de los misioneros. Todos estos atletas de Cristo -tres obispos, ocho presbíteros, y los restantes, laicos, casados o no, ancianos, jóvenes y niños-, unidos en el suplicio, consagraron con su sangre preciosa las primicias de la Iglesia en Corea.

    Corea es uno de los pocos países del mundo en donde el cristianismo fue introducido por otros medios que el de los misioneros. Durante el siglo dieciocho se difundieron por el país algunos libros cristianos escritos en chino, y uno de los hombres que los leyeron, se las arregló para ingresar al servicio diplomático del gobierno coreano ante el de Pekín, buscó en la capital de China al obispo Mons. de Gouvea y de sus manos recibió el bautismo y algunas instrucciones. Aquel hombre regresó a su tierra en 1784, y cuando un sacerdote chino llegó a Corea, diez años más tarde, se encontró con que le estaban esperando cuatro mil cristianos bien instruidos, pero sin bautizar. Aquel sacerdote fue el único pastor del rebaño durante siete años, pero en 1801 fue asesinado y, durante tres décadas, los cristianos de Corea estuvieron privados de un ministro de su religión. Existe una carta escrita por los coreanos para implorar al Papa Pío VII que enviase sacerdotes a aquella pequeña grey que, sin embargo, ya había dado mártires a la Iglesia. En 1831 se creó el vicariato apostólico de Corea, pero su primer vicario nunca llegó a ocupar su puesto. El sucesor, Mons. Lorenzo José María Imbert, obispo titular de Capsa, miembro de las Misiones Extranjeras de París y residente en China desde hacía doce años, entró a Corea, disfrazado, a fines de 1837. Le habían precedido por poco tiempo, san Pedro Filiberto Maubant y san Jacobo Honorato Chastan, sacerdotes de la misma sociedad misionera.

    El cristianismo no había sido definitivamente proscrito en Corea y, durante el transcurso de dos años, los misioneros realizaron su trabajo ocultamente, pero sin ser molestados. Sobre las circunstancias y dificultades que debieron afrontar, escribió Mons. Imbert: «Estoy abrumado de fatiga y en grave peligro. Es necesario dejar el lecho a las dos y media de la madrugada, todos los días, puesto que a las tres hay que congregar al pueblo en la casa para las oraciones. A las tres y media, comienzo a desempeñar los deberes de mi ministerio y debo bautizar si hay nuevos convertidos y también confirmar. Después viene la misa, la comunión y la acción de gracias. De esta manera, las quince o veinte personas que recibieron los sacramentos, pueden dispersarse al amparo de las sombras, antes del alba. Pero durante las horas del día llegan otros tantos, uno por uno, en procura de confesión y ya no pueden irse hasta la madrugada siguiente, después de la comunión. Yo me quedo dos días en cada una de nuestras casas donde reúno a los cristianos y, antes del alba del tercer día, me voy con ellos, en la oscuridad, a otra casa. Muchas veces he sufrido el aguijonazo del hambre, porque no es cualquier cosa, en este clima frío y húmedo, levantarse a las dos y media de la madrugada y permanecer en ayunas hasta el medio día, cuando puedo comer algunos alimentos pobres e insuficientes. Después de la comida, descanso un poco hasta que se presentan mis alumnos de catecismo y, por fin, vuelvo al confesionario hasta que cae la noche. A las nueve voy a dormir, sobre una estera, en el suelo y cubierto con una manta de lana de los tártaros; no hay camas ni colchones en Corea. A pesar de la debilidad de mi cuerpo y mi quebrantada salud, siempre he llevado una vida dura y muy ocupada, pero me parece que aquí ya alcancé el último límite del esfuerzo. Se puede comprender fácilmente que, en una existencia como la que llevamos, apenas si tememos el golpe de espada que, en cualquier momento, puede acabar con ella».

    Por aquellos medios heroicos aumentó el número de los cristianos en Corea de 6000 a 9000, en menos de dos años. Fue entonces cuando se descubrieron sus actividades y se emitió un decreto para el exterminio de los fieles. Como un ejemplo de los horrores que tuvieron lugar entonces, basta citar lo que le sucedió a santa Agata Kim, una de la mártires. Se le preguntó a la infortunada mujer si era cierto que practicaba la religión cristiana «Conozco a Jesús y a María», respondió con absoluta sencillez; «pero no conozco nada más». «Si te torturamos, te olvidarás de tu Jesús y tu María», le dijeron. «¡Aunque tenga que morir, no los olvidaré!» Fue cruelmente atormentada y, por fin, se la condenó a morir. En el travesaño de una alta cruz sujeta a una carreta fue colgada Agata por sus muñecas y por su cabellera. La carreta fue conducida hasta la cumbre de una cuesta pedregosa y, desde ahí se azuzó a los bueyes para que arrastrasen a la carreta cuesta abajo, entre brincos y zarandeos y, a cada movimiento, la infeliz mujer, sujeta por los cabellos y los puños, se sacudía violentamente. Al término de aquella carrera, fue descolgada, se le arrancaron las vestiduras hasta dejarla desnuda; uno de los verdugos le sujetó la cabeza contra una piedra y otro se la cortó con un golpe de espada. San Juan Ri escribía desde la prisión: «Transcurrieron dos o tres meses antes de que el juez mandara por mí y, en ese tiempo, estuve triste e inquieto. Los pecados de mi vida entera, en la que tantas veces ofendí a Dios por pura maldad, parecían pesar sobre mí como una montaña; de continuo me preguntaba: ¿Cuál será el fin de todo esto? Sin embargo, nunca perdía la esperanza. Al décimo día de la décima segunda luna, fui llevado ante el juez, quien ordenó que fuera apaleado. ¿Cómo hubiera podido resistirlo tan sólo con mis propias fuerzas? Pero la fuerza del Señor, las plegarias de María y de los santos y de nuestros mártires, me sostuvieron tan bien, que ahora me parece que apenas si sufrí. Yo no puedo pagar tan grande misericordia y ofrecer mi vida es justo».

    A fin de evitar una matanza general y el posible peligro de la apostasía, Mons. Imbert se entregó, después de recomendar a los padres Maubant y Chastan, que hicieran lo mismo. Estos se pusieron a escribir una carta a Roma para dar cuenta de su actitud y del estado en que dejaban la misión y se entregaron. Los tres recibieron su ración de bastonazos. Atados a unos bancos con respaldo, fueron conducidos a las orillas del río que corre cerca de Seul, donde los tres, siempre sobre los bancos, fueron atados juntos a un grueso poste, contra el cual el verdugo les cortó la cabeza. El triple martirio ocurrió el 21 de septiembre de 1839. En el año de 1904, las reliquias de ochenta y un mártires de Corea fueron trasladadas a la iglesia episcopal del vicario apostólico en Seul y, en 1925, fueron beatificados Mons. Lorenzo Imbert y sus compañeros. El primer sacerdote coreano martirizado, fue san Andrés Kim, en 1846. El 6 de mayo de 1984, el papa Juan Pablo II celebró la canonización de 103 beatos mártires de Corea, en la propia Seúl, primera vez que, en los últimos siglos, se realizaba una canonización fuera de Roma. La semblanza de cada uno de los mártires, en la medida en que hemos podido conseguirla, se puede leer en el día respectivo de cada martirio.

Oremos

    Oh Dios, creador y salvador de todos los hombres, que en Corea, de modo admirable, llamaste a la fe católica a un pueblo de adopción y lo acrecentaste por la gloriosa profesión de fe de los santos mártires Andrés, Pablo y sus compañeros, concédenos, por su ejemplo e intercesión, perseverar también nosotros hasta la muerte en el cumplimiento de tus mandatos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén

viernes, 18 de septiembre de 2020

EVANGELIO - 19 de Septiembre - San Lucas 8,4-15


    Carta I de San Pablo a los Corintios 15,35-37.42-49.

    Hermanos: Alguien preguntará: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo?
    Tu pregunta no tiene sentido. Lo que siembras no llega a tener vida, si antes no muere.
    Y lo que siembras, no es la planta tal como va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo, o de cualquier otra planta.
    Lo mismo pasa con la resurrección de los muertos: se siembran cuerpos corruptibles y resucitarán incorruptibles; se siembran cuerpos humillados y resucitarán gloriosos; se siembran cuerpos débiles y resucitarán llenos de fuerza; se siembran cuerpos puramente naturales y resucitarán cuerpos espirituales. Porque hay un cuerpo puramente natural y hay también un cuerpo espiritual.
    Esto es lo que dice la Escritura: El primer hombre, Adán, fue creado como un ser viviente; el último Adán, en cambio, es un ser espiritual que da la Vida.
    Pero no existió primero lo espiritual sino lo puramente natural; lo espiritual viene después.
    El primer hombre procede de la tierra y es terrenal; pero el segundo hombre procede del cielo.
    Los hombres terrenales serán como el hombre terrenal, y los celestiales como el celestial.
    De la misma manera que hemos sido revestidos de la imagen del hombre terrenal, también lo seremos de la imagen del hombre celestial.


Salmo 56(55),10.11-12.13-14.

Mis enemigos retrocederán cuando te invoque.
Yo sé muy bien que Dios está de mi parte;
confío en Dios y alabo su palabra;
confío en él y ya no temo:
¿qué pueden hacerme los hombres?

Debo cumplir, Dios mío, los votos que te hice:
te ofreceré sacrificios de alabanza,
porque tú libraste mi vida de la muerte
y mis pies de la caída,
para que camine delante de Dios
en la luz de la vida.


    Evangelio según San Lucas 8,4-15.

    Como se reunía una gran multitud y acudía a Jesús gente de todas las ciudades, él les dijo, valiéndose de una parábola: "El sembrador salió a sembrar su semilla. Al sembrar, una parte de la semilla cayó al borde del camino, donde fue pisoteada y se la comieron los pájaros del cielo.
    Otra parte cayó sobre las piedras y, al brotar, se secó por falta de humedad.
    Otra cayó entre las espinas, y estas, brotando al mismo tiempo, la ahogaron.
Otra parte cayó en tierra fértil, brotó y produjo fruto al ciento por uno". Y una vez que dijo esto, exclamó: "¡El que tenga oídos para oír, que oiga!".
    Sus discípulos le preguntaron qué significaba esta parábola, y Jesús les dijo: "A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás, en cambio, se les habla en parábolas, para que miren sin ver y oigan sin comprender.
    La parábola quiere decir esto: La semilla es la Palabra de Dios.
    Los que están al borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el demonio y arrebata la Palabra de sus corazones, para que no crean y se salven.
    Los que están sobre las piedras son los que reciben la Palabra con alegría, apenas la oyen; pero no tienen raíces: creen por un tiempo, y en el momento de la tentación se vuelven atrás.
    Lo que cayó entre espinas son los que escuchan, pero con las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, se van dejando ahogar poco a poco, y no llegan a madurar.
    Lo que cayó en tierra fértil son los que escuchan la Palabra con un corazón bien dispuesto, la retienen, y dan fruto gracias a su constancia.

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 19 de Septiembre - «Después de brotar dio fruto»


San Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia Homilía: Dar frutos de perseverancia Homilías sobre el evangelio 1,15; PL 76 1131ss.

«Después de brotar dio fruto»
    
    Que la palabra que habéis recibido resuene en el fondo de vuestro corazón y permanezca en vosotros. Procurad que la semilla no caiga al borde del camino, no sea que el espíritu maligno venga y aleje la palabra de vuestra memoria. Tened cuidado que la tierra rocosa no deje brotar la semilla y no produzca buenas obras, ya que quedaría desprovista de raíces de perseverancia. Muchos, en efecto, se alegran al escuchar la palabra y se disponen a las buenas obras. Pero, apenas se presentan las pruebas, renuncian a lo que habían comenzado. Así, el suelo rocoso, por falta de agua, no deja germinar la semilla y no llega a dar el fruto de la perseverancia.

    Pero la buena tierra da el fruto de la paciencia: entendamos que nuestras buenas obras pueden tener valor si soportamos con paciencia la indiferencia de nuestro prójimo. Porque, cuanto más progresamos hacia la perfección, más pruebas tendremos que soportar. Cuando el alma ha abandonado el amor del mundo presente, la hostilidad de este mundo aumenta. Por esto vemos a muchos cargados con pesados fardos (cf Mt 11,28) aunque su obras sean buenas… Pero, según la palabra del Señor: “darán fruto por su constancia”, soportando con humildad las pruebas, aunque, después de haber sufrido con constancia, serán invitados a la paz del cielo.

SANTORAL - SAN JENARO DE BENEVENTO

19 de Septiembre


    Obispo y mártir(+ 305) Los santos Jenaro, Festo, Desiderio, Sosso, Eutiques y Acucio, de los que tenemos Pasiones muy posteriores, parece que derramaron su sangre por Cristo al comienzo del siglo IV. En una breve nota hagiográfica de la Liturgia de las Horas se lee, efectivamente, que Jenaro "fue obispo de Benevento; durante la persecución de Diocleciano sufrió el martirio, juntamente con otros cristianos, en la ciudad de Nápoles, en donde se le tiene una especial veneración". Los obispos de Benevento con este nombre son por lo menos dos: San Jenaro, mártir en el 305, y San Jenaro 11, que en el 342 participó en el concilio de Sardes.

    Este último, perseguido ,por los arrianos por su adhesión a la fe de Nicea, se lo habría venerado como mártir. Pero la mayoría de los historiadores se inclinan a identificar al patrono de Nápoles con el primero, o mejor con un mártir napolitano de Pozzuoli. Condenado "ad bestias" en el anfiteatro de Pozzuoli, junto con los compañeros de fe, a causa del atraso de un juez, fue decapitado en vez de ser echado en pasto a las fieras para la gratuita y macabra diversión de los paganos. Más de un siglo después, en el 432, con ocasión del traslado de las reliquias de Pozzuoli a Nápoles, una mujer le habría entregado al obispo Juan dos ampollas pequeñas con la sangre coagulada de San Jenaro.

    Casi como garantía de la afirmación de la mujer la sangre se volvió líquida ante los ojos del obispo y de una gran muchedumbre de fieles. Ese acontecimiento extraordinario se repite constantemente todos los años en determinados días, es decir, el sábado anterior al primer domingo de mayo y en los ocho días siguientes; el 16 de diciembre y el 19 de septiembre y durante toda la octava de las celebraciones en su honor. El fenómeno se realiza también en fechas variables, y de ahí deducen los devotos del santo acontecimientos faustos o infaustos.

    Los testimonios de este fenómeno comienzan desde 1329 y son tan numerosos y concordantes que no se pueden tener dudas. El prodigio, porque así lo considera hasta la ciencia, merece la afectuosa admiración con que lo sigue el pueblo. La sincera devoción de los napolitanos por este mártir, históricamente poco identificable, ha hecho que la memoria de San Jenaro, celebrada litúrgicamente desde 1586, se haya conservado en el nuevo calendario.

    Puesto que el fenómeno no tiene ninguna explicación natural, pues no depende ni de la temperatura ni del ambiente, podemos atribuirle el significado simbólico de vivo testimonio de la sangre de todos los mártires en la vida de la Iglesia, que nació de la sangre de la primera víctima, Cristo crucificado.

    Entre los elementos positivamente ciertos en relación con esta reliquia, figuran los siguientes:

1 -La substancia oscura que se dice ser la sangre de San Genaro (la que, desde hace más de 300 años permanece herméticamente encerrada dentro del recipiente de cristal que está sujeta y sellada por el armazón metálico del relicario) no ocupa siempre el mismo volumen dentro del recipiente que la contiene. Algunas veces, la masa dura y negra ha llenado casi por completo el recipiente y, en otras ocasiones, ha dejado vacío un espacio equivalente a más de una tercera parte de su tamaño.

2 -Al mismo tiempo que se produce esta variación en el volumen, se registra una variante en el peso que, en los últimos años, ha sido verificada en una balanza rigurosamente precisa. Entre el peso máximo y el mínimo se ha llegado a registrar una diferencia de hasta 27 gramos.

3 -El tiempo más o menos rápido en que se produce la licuefacción, no parece estar vinculado con la temperatura ambiente. Hubo ocasiones en que la atmósfera tenía una temperatura media de más de 30º centígrados y transcurrieron dos horas antes de que se observaran signos de licuefacción. Por otra parte, en temperaturas de 5º a 8º centígrados más bajas, la completa licuefacción se produjo en un lapso de 10 a 15 minutos.

4 -No siempre tiene lugar la licuefacción de la misma manera. Se han registrado casos en que el contenido líquido burbujea, se agita y adquiere un color carmesí muy vivo, en otras oportunidades, su color es opaco y su consistencia pastosa. Aunque no se ha podido descubrir razón natural para el fenómeno, la Iglesia no descarta que pueda haberlo. La Iglesia no se opone a la investigación porque ella busca la verdad. La fe católica enseña que Dios es todopoderoso y que todo cuanto existe es fruto de su creación. Pero la Iglesia es cuidadosa en determinar si un particular fenómeno es, en efecto, de origen sobrenatural .

    La Iglesia pide prudencia para no asentir ni rechazar prematuramente los fenómenos. Reconoce la competencia de la ciencia para hacer investigación en la búsqueda de la verdad, cuenta con el conocimiento de los expertos. Una vez que la investigación establece la certeza de un milagro fuera de toda duda posible, da motivo para animar nuestra fe e invitarnos a la alabanza. En el caso de los santos, el milagro también tienen por fin exaltar la gloria de Dios que nos da pruebas de su elección y las maravillas que El hace en los humildes.


Oremos

    Tú que nos concedes, Señor, venerar la memoria de tu mártir san Jenaro, otórganos también la gracia de gozar de su compañía en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén

jueves, 17 de septiembre de 2020

EVANGELIO - 18 de Septiembre - San Lucas 8,1-3


    Carta I de San Pablo a los Corintios 15,12-20.

    Hermanos: Si se anuncia que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo algunos de ustedes afirman que los muertos no resucitan?
    ¡Si no hay resurrección, Cristo no resucitó!
    Y si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y vana también la fe de ustedes.
    Incluso, seríamos falsos testigos de Dios, porque atestiguamos que él resucitó a Jesucristo, lo que es imposible, si los muertos no resucitan.
    Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó.
    Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es inútil y sus pecados no han sido perdonados, en consecuencia, los que murieron con la fe en Cristo han perecido para siempre.
    Si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los hombres más dignos de lástima.
    Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos.


Salmo 17(16),1.6-7.8b.15.

Escucha, Señor, mi justa demanda,
atiende a mi clamor;
presta oído a mi plegaria,
porque en mis labios no hay falsedad.

Yo te invoco, Dios mío, porque tú me respondes:
inclina tu oído hacia mí y escucha mis palabras.
Muestra las maravillas de tu gracia,
tú que salvas de los agresores
a los que buscan refugio a tu derecha.

Escóndeme a la sombra de tus alas.
Pero yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro,
y al despertar, me saciaré de tu presencia.


    Evangelio según San Lucas 8,1-3.


    Jesús recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes.

    Palabra del Señor

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO - 18 de Septiembre - “Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres.”

 


       San Juan Pablo II (1920-2005), papa Mulieres dignitatem, 27


“Lo acompañaban los Doce  y también algunas mujeres.”

    En la historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos, había, junto a los hombres, numerosas mujeres en las que se expresaba con fuerza la respuesta de la Iglesia-Esposa al amor redentor de Cristo-Esposo. En primer lugar están aquella que personalmente habían encontrado a Cristo, que lo habían seguido y que, después de su partida, “perseveraban unánimes en la oración” (Hch 1,14) con los apóstoles en el cenáculo de Jerusalén hasta el día de Pentecostés. Aquel día, el Espíritu Santo habló por “los hijos y las hijas” del pueblo de Dios....(cf Hch 2,17; Jl 3,1) Estas mujeres, y otras en el transcurso del tiempo, han tenido un papel activo e importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la construcción, desde sus fundamentos, de la primera comunidad cristiana y de las comunidades posteriores, gracias a sus carismas y a sus múltiples maneras de servir... El apóstol Pablo habla de sus “fatigas” por Cristo en los diversos terrenos del servicio apostólico en la Iglesia, comenzando por “la Iglesia doméstica”. En efecto, la “fe sin rebajas” pasa por la madre a los hijos y nietos, como ocurrió en casa de Timoteo. (cf 2Tim 1,5)

    Esto mismo se renueva durante el correr de los siglos, de generación en generación, como lo muestra la historia de la Iglesia. La Iglesia, en efecto, defendiendo la dignidad de la mujer y su vocación, ha manifestado su gratitud hacia ellas, las que, fieles al evangelio, han participado en todos los tiempos en la misión apostólica de todo el pueblo de Dios y las ha honrado. Santas mártires, santas vírgenes, madres de familia, han dado testimonio de su fe con valentía y también, por la educación de sus hijos en el espíritu del evangelio. Han transmitido la fe y la tradición de la Iglesia... Incluso, enfrentándose a graves discriminaciones sociales, las santas mujeres han obrado con libertad, fuertes por su unión con Cristo...

    En nuestros días, la Iglesia no cesa de enriquecerse gracias al testimonio de numerosas mujeres que viven generosamente su vocación a la santidad. Las santas mujeres son una encarnación del ideal femenino: pero, también son un modelo para todos los cristianos, un modelo de “sequela Christi”, del seguimiento de Cristo, un ejemplo de la manera cómo la Iglesia-Esposa tiene que responder con amor al amor de Cristo-Esposo.

SANTORAL - SAN JOSÉ DE CUPERTINO

18 de Septiembre


    En Osimo, en el Piceno, san José de Cupertino, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores Conventuales, célebre, en circunstancias difíciles, por su pobreza, humildad y caridad para con los necesitados de Dios.

    Jose Desa nació el 17 de junio de 1603 en Cupertino, pequeña población situada entre Brindisi y Otranto. Sus padres eran pobres, y el infortunio se había ensañado contra ellos. José vino al mundo en un miserable cobertizo en la parte posterior de la casa, porque en aquellos momentos se procedía al embargo del inmueble, ya que su padre, un carpintero, no había podido pagar sus deudas. En aquellas circunstancias, la niñez de José tuvo que ser muy desdichada. Su madre, al quedar viuda, vio a su hijo como una molestia y una carga más para su miseria y lo trataba con extremada dureza, por lo que el niño creció débil, con marcada tendencia a la distracción y la inercia. Llegaba a olvidarse incluso de comer y, si alguien se preocupaba por recordárselo, respondía simplemente: «me olvidé». Acostumbraba a vagar por la ciudad, a paso lento y desganado, y mirar a todas partes con la boca abierta, de manera que se ganó el sobrenombre de «Boccaperta». Nadie le quería bien, a causa de su aire de simpleza y su mal genio; sin embargo, en lo tocante a sus deberes religiosos, los cumplía con una extraordinaria fidelidad y gran fervor. Al llegar a la edad en que debía ganarse el pan, José entró como aprendiz de zapatero y se esforzó por aprender el oficio, sin lograrlo. Al cumplir los diecisiete años, se presentó en el convento de los franciscanos para solicitar su ingreso, pero fue rechazado. Entonces, hizo su solicitud ante los capuchinos, que lo tomaron como hermano lego, pero, al cabo de ocho meses, fue despedido por incapacidad para desempeñar los deberes que imponía la orden. Su torpeza y su despreocupación le incapacitaban para cualquier trabajo, como lo había probado en el convento, donde dejaba caer de continuo los platos y las tazas en el suelo del refectorio, se olvidaba de hacer lo que se le había ordenado y no se podía confiar en él ni siquiera para encender el fuego del horno. Al verse desamparado, José buscó refugio en la casa de un tío suyo muy rico, que se negó rotundamente a ayudar a un «bueno para nada», por muy pariente cercano que fuese, y el joven José se vio obligado a regresar a la miseria y el desprecio de su casa. Por supuesto que su madre no tuvo el menor placer en verlo regresar y, para deshacerse de él lo más pronto posible, rogó y suplicó a su hermano, un fraile franciscano, que admitieran a José en el convento, con tanta insistencia que, al fin, logró sus propósitos, y el joven ingresó como criado al monasterio franciscano de Grottella. Se le dio un hábito de terciario y se le puso a trabajar en los establos. Al parecer, fue entonces cuando se produjo un cambio radical en José: desempeñó con notable destreza los deberes que se le encomendaban y, con su humildad, su dulzura, su amor por la mortificación y la penitencia, se granjeó tanto afecto y respeto por parte de sus hermanos que, en 1625, la comunidad en pleno resolvió que debía ser admitido entre los religiosos del coro y quedar así calificado como aspirante a recibir las órdenes sagradas.

    De esta manera, inició José su noviciado y no tardaron sus virtudes en convertirlo en un objeto de admiración, pero al mismo tiempo, se advirtió que no hacía grandes progresos en los estudios. Por mucho que se esforzara, su capacidad intelectual no le daba más que para leer mal y escribir peor. Carecía . de la facultad de expresarse y, del único texto sobre el que pudo decir algo fue: «¡Bendito el vientre que te concibió!» Cuando se le examinaba para el diaconado, el obispo abrió el libro de los Evangelios a la ventura y, quién sabe por qué casualidad, sus ojos cayeron precisamente sobre aquella frase; de manera que el prelado examinador pidió al hermano José que disertara sobre ella, lo que el joven hizo bien y con presteza. Cuando llegó el momento del examen para el sacerdocio, los primeros candidatos respondieron a las preguntas en forma tan completa y satisfactoria, que los restantes, entre los que se encontraba José, fueron aprobados sin haber pasado por el examen. Tras de haber recibido las órdenes sacerdotales, en 1628, pasó cinco años sin probar el pan o el vino, y las hierbas que comía los viernes, eran tan amargas o desabridas, que sólo él las podía tragar. Sus rigurosos ayunos cuaresmales le privaban absolutamente de todo alimento durante todos los días, a excepción de los jueves y domingos, y pasaba sus horas entregado a los trabajos manuales domésticos y de rutina que eran, bien lo sabía él, los únicos que podía desempeñar.

    Desde el momento de su ordenación, la existencia de san José fue una serie ininterrumpida de éxtasis, curaciones milagrosas y sucesos sobrenaturales, en una escala que no tiene paralelo en ninguno otro de los santos. Todo lo que de cualquier manera se refiriese particularmente a Dios o a los misterios de la religión, podía arrebatarle los sentidos y tomarle insensible a lo que sucedía a su alrededor; las distracciones y olvidos de su niñez y su juventud tuvieron ahora un fin y un propósito claro y definido. A la vista de un cordero en el jardín de los capuchinos en Fossombrone, quedó arrobado en la contemplación del inmaculado Cordero de Dios, y se afirma que en aquella ocasión, se elevó por los aires con el animalillo en los brazos. En todo momento tuvo un dominio especial sobre las bestias, semejante al que tenía san Francisco; se dice que las ovejas se reunían en torno suyo y escuchaban atentas sus plegarias; una golondrina del convento le seguía por todas partes e iba volando a donde él le mandaba. Particularmente durante la misa o el rezo de los oficios, tenía raptos que le elevaban del suelo. Durante los diecisiete años que pasó en Grottella se registraron setenta casos de levitación, y el más extraordinario de todos ellos ocurrió cuando los frailes construían un calvario. Faltaba por colocar la cruz del medio que tenía una altura de casi diez metros y era pesadísima, de manera que ni los esfuerzos de diez hombres podían levantarla hasta su sitio. Se afirma que entonces se asomó el hermano José por la puerta del convento, voló los setenta y ocho metros que le separaban del lugar donde se hallaban los otros frailes, tomó la pesada cruz en sus brazos, «como si fuera de paja» y la levantó para dejarla en su lugar, sobre el simulado montículo del Calvario. Fueron varios los testigos que dieron cuenta de este sorprendente suceso, aunque lo mismo que ocurrió con muchas otras de las maravillas obradas por el santo, sólo se dieron a conocer y se registraron después de la muerte de José, cuando ya había transcurrido el tiempo necesario para que no se exagerasen los acontecimientos y se fabricasen las leyendas en base a ellos. Pero cualquiera que haya sido la naturaleza y la realidad de aquellos sucesos, no cabe duda de que la vida diaria de san José estuvo rodeada por tantos fenómenos perturbadores y extraños que, por lo menos durante treinta y cinco años, sus superiores le prohibieron oficiar la misa en público, tomar parte en el coro, comer a la mesa con los hermanos y asistir a las procesiones y otras ceremonias públicas. Algunas veces, cuando se hallaba en rapto y sin sentido, los frailes trataron de volverlo en sí con golpes, quemaduras y pinchazos con agujas, pero nada de eso le producía efecto alguno y sólo despertaba, según se dice, al oír la voz de su superior. Al recuperar los sentidos, sonreía a todos dulcemente y les pedía perdón por lo que él llamaba «su ataque de mareos».

     La levitación (nombre que se da a la elevación del cuerpo humano desde el suelo que pisa, sin que intervenga ninguna fuerza física) en una forma u otra, se registró en unos doscientos santos y beatos (y en otros muchos que no lo fueron) y, en sus casos, semejante fenómeno se ha interpretado como una marca especial del favor de Dios, por el cual pone de manifiesto, aun para los sentidos físicos, que la plegaria es una elevación de la mente y el corazón hacia Dios. Tanto por la extensión como por el número de esas experiencias, san José de Cupertino nos ofrece los ejemplos clásicos de levitación, porque si bien algunos de los fenómenos que le ocurrieron en su juventud podrían ponerse en tela de juicio, los que se registraron en sus últimos años estuvieron bien atestiguados. Por ejemplo, uno de sus biógrafos declara: «En 1645, el embajador de España en la corte pontificia, el Gran Almirante de Castilla, pasó por ahí (por Asís) y visitó a José de Cupertino en su celda. Luego de conversar con él un buen rato, bajó a la iglesia y dijo a su esposa: 'Vengo de ver y de hablar con otro san Francisco'. La señora manifestó entonces su gran deseo de gozar de un privilegio igual y el padre guardián mandó decir a José que bajase a la iglesia para hablar con Su Excelencia. El hermano respondió: 'Obedeceré, pero no puedo decir si podré hablar con la dama'. En efecto, momentos después apareció en la puerta de la iglesia, pero en el mismo instante clavó los ojos en una imagen de la Virgen María que se hallaba en el altar y, de pronto, se elevó del suelo y voló unos doce pasos por encima de las cabezas de los que estaban en la nave, hasta quedar parado a los pies de la estatua. Permaneció ahí un momento y oró en homenaje a la Señora y, luego de emitir su grito peculiar, voló de nuevo hasta la puerta de la iglesia y regresó de prisa a su celda, mientras el almirante, su esposa y todos los miembros de su séquito que presenciaron la escena, permanecían inmóviles en su sitio, como paralizados por el asombro». Ese suceso que se relata en dos de las biografías del santo, se presentó apoyado por numerosas referencias de los testigos oculares durante las deposiciones en el proceso de canonización. «Es todavía más digna de confianza», dice el padre Thurston en «The Month» de mayo de 1919, «la evidencia de la levitación del santo suministrada en Osimo, donde pasó los últimos seis años de su vida. Ahí le vieron sus hermanos en religión elevarse por los aires hasta una altura de tres metros y medio a cuatro metros para besar la frente del Niño Dios que se hallaba en brazos de una imagen de la Virgen, muy por encima del altar, y no se limitó a eso, sino que alzó de los brazos de la Virgen la imagen del Niño, que estaba hecha de cera y, como si la arrullara, voló con ella en sus brazos hasta su celda donde continuó suspendido en los aires en todas las actitudes y posturas imaginables. En otra ocasión, durante aquellos últimos años de su vida, levantó a otro de los frailes y lo transportó en su vuelo alrededor de una habitación y se afirma que ya había hecho lo mismo en varias oportunidades previas. Durante la última misa que celebró, el día de la Asunción de 1663, un mes antes de su muerte, tuvo un rapto que le levantó más largo tiempo que todos los anteriores. Y para todos estos sucesos contamos con la evidencia de numerosos testigos oculares que hicieron sus deposiciones bajo juramento, como de costumbre, unos cuatro o cinco años más tarde solamente. Sería irrazonable suponer que aquellos testigos se engañaron en cuanto al hecho preciso de que el santo flotaba en los aires, puesto que todos estaban convencidos de haberlo visto así bajo todas las condiciones y circunstancias posibles». Próspero Lambertini, el que después fue el Papa Benedicto XIV, suprema autoridad en las evidencias y procedimientos de las causas de canonización, estudió personalmente, todos los pormenores en el caso de san José de Cupertino. El escritor dice más adelante: «Cuando la causa se presentó a discusión ante la Congregación de Ritos, (Lambertini) era 'promotor Fidei' (el personaje que vulgarmente se conoce con el nombre de 'Abogado del Diablo') y es cosa sabida que su animadversión hacia las pruebas que se habían sometido a su consideración era firme y exigente. Sin embargo, debemos creer que aquellos escrúpulos quedaron completamente satisfechos, puesto que no sólo fue el propio Lambertini quien, instalado ya en el trono de San Pedro, emitió el decreto de beatificación en 1753, sino que en su obra magna, 'De Servorum Dei Beatificatione', dice lo que sigue: 'Mientras yo desempeñaba el cargo de promotor de la Fe, se sometió a la consideración de la Sacra Congregación de Ritos, la causa del venerable siervo de Dios, José de Cupertino, causa ésta que, después de mi retiro, fue llevada a una conclusión favorable. En el curso del proceso, los testigos oculares de indiscutible integridad suministraron evidencias sobre las famosas levitaciones o levantamientos desde el suelo y vuelos prolongados del mencionado siervo de Dios cuando se hallaba arrebatado en éxtasis'. No cabe la menor duda de que Benedicto XIV, un crítico apegado a normas estrictas que conocía el valor de las evidencias y que había estudiado las deposiciones originales con más detenimiento que cualquier otro de los miembros del tribunal, creía a pie juntillas que los testigos de las levitaciones de san José habían observado realmente lo que aseguraban haber visto».

    Por supuesto, no faltaron las personas para quienes aquellas manifestaciones eran piedra de escándalo. Cuando san José recorría la provincia de Bari y atraía a las multitudes, las autoridades eclesiásticas le denunciaron como a «uno que anda por los caminos de estas provincias y que, como un nuevo Mesías, arrastra a las muchedumbres en pos suya, a causa de ciertos prodigios realizados ante unas cuantas de aquellas gentes ignorantes que están dispuestas a creer cualquier cosa». El vicario general presentó la queja al inquisidor de Nápoles y se hizo comparecer a José. Al examinarse los pormenores de las acusaciones, no hallaron los inquisidores nada digno de censura, pero no por eso levantaron los cargos al acusado, sino que le enviaron a Roma para que se presentara ante el ministro general de su orden. Este le recibió al principio con dureza, pero muy pronto quedó impresionado por la evidente inocencia y el porte humilde de José y acabó por llevarle consigo a ver al Papa Urbano VIII. A la vista del Vicario de Cristo, el santo entró en éxtasis, y dijo el Pontífice Urbano que si José moría antes que él, no dejaría de dar testimonio sobre el milagro que acababa de presenciar. En Roma se decidió enviar a José de regreso a Asís, donde nuevamente sus superiores le trataron con una notable severidad y, por lo menos, fingieron que le consideraban como un hipócrita. Llegó a Asís en 1639 y permaneció ahí trece años. Al principio debió sufrir muy duras pruebas, tanto internas como externas. Hubo temporadas en las que le pareció que Dios le había abandonado; a sus ejercicios religiosos les acompañaba una sequedad espiritual que le afligía en extremo, al tiempo que las más terribles tentaciones le hundían en una melancolía tan profunda, que apenas si levantaba los ojos del suelo. Al ser informado de esto el ministro general, mandó llamar a José a Roma y, tras de retenerlo ahí tres semanas, lo devolvió a Asís. Durante su viaje a Roma, el santo experimentó un retorno de aquellos consuelos divinos que le habían sido retirados temporalmente. Las noticias sobre la santidad y los milagros de José sobrepasaron las fronteras de Italia, y personajes tan distinguidos corno el almirante de Castilla, a quien ya mencionamos, se detenían en Asís para visitarlo. Entre estas personalidades se hallaba también John Frederick, duque de Brunswick y Hanover. Aquel noble señor, que era luterano, se conmovió tanto por lo que presenció, que ahí mismo abrazó la religión católica. El santo solía decir a ciertas personas escrupulosas que acudían a consultarle: «No me gustan los escrúpulos ni la melancolía: si tus intenciones son buenas, no tienes nada que temer». Siempre instaba a la plegaria. «Orad», decía. «Si os turban la aridez o las distracciones, decid un Padre Nuestro y eso basta, porque entonces habréis hecho oración vocal y mental». Cuando el cardenal Lauria le preguntó lo que veían las almas en éxtasis durante sus raptos, repuso: «Se sienten como transportadas dentro de una galería maravillosa, resplandeciente con una belleza interminable y ahí, con una sola mirada en un espejo, comprenden las visiones maravillosas que Dios se complace en mostrarles». En el ir y venir de la vida diaria andaba siempre tan preocupado por las cosas celestiales, que si se cruzaba una mujer en su camino, él suponía, auténticamente y con toda sinceridad, que veía pasar a Nuestra Señora, a Santa Catalina o a Santa Clara y, si era un hombre desconocido el que se atravesaba, lo confundía con alguno de los Apóstoles y muchas veces, al encontrarse con otro fraile compañero suyo, creyó estar ante san Antonio o ante el propio san Francisco.

    Por razones que desconocemos, en 1653, la Inquisición de Perugia recibió instrucciones para sacar a José de la comunidad de su orden y ponerlo a cargo de los capuchinos en calidad de fraile solitario en las colinas de Pietrarosa donde debía vivir en estricta reclusión. «¿Será necesario que vaya prisionero?», inquirió, y partió sin tardanza, con tanta prisa, que dejó su sombrero, su capa, su breviario y sus anteojos. Y en efecto, había ido a una prisión. No se le permitía abandonar la clausura del convento, hablar con alguien fuera de los frailes, escribir o recibir cartas; quedó completamente aislado del mundo exterior. Pero sin duda que, aparte de la inquietud y la tristeza que necesariamente experimentaba al verse separado de los otros conventuales y tratado como un criminal, aquella vida debe haber resultado particularmente satisfactoria para san José. Por otra parte, no duró mucho su aislamiento, porque no tardaron las gentes en descubrir el escondite y los peregrinos poblaron el lugar antes desierto. Entonces se le llevó subrepticiamente a otra reclusión igual en la casa de los capuchinos en Fossombrone. Y así pasó el resto de su vida. En 1665 el capítulo general de los franciscanos conventuales pidió que les fuera devuelto su santo a Asís, pero el Papa Alejandro VII respondió que con un san Francisco de Asís había bastante. En 1657, se le permitió residir en la casa de los conventuales en Osimo; sin embargo, ahí fue más estricta su reclusión y sólo a muy contados religiosos se les autorizaba a visitarle en su celda. En medio de todo aquel rigor y hasta el fin de sus días, tuvo el consuelo cotidiano de las manifestaciones sobrenaturales y se puede decir que, si bien los hombres le abandonaron, Dios se estrechaba cada vez más íntimamente con él. El 10 de agosto de 1663, se sintó enfermo y supo que su fin estaba próximo: murió cinco semanas después, a la edad de sesenta años. Fue canonizado en 1767.

Oremos

    Oh Dios, que dispusiste atraerlo todo a tu unigénito Hijo, elevado sobre la tierra en la Cruz, concédenos qué, por los méritos y ejemplos de tu Seráfico Confesor Jose, sobreponiéndonos a todas las terrenas concupiscencias, merezcamos llegar a El, que contigo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.