miércoles, 31 de julio de 2019

EL CANON DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS

NUEVO TESTAMENTO


El más puro y radical de los evangelios 

    El originalísimo libro de Juan es también un evangelio y si «evangelio» es proclamar la fe en Jesús para provocar la fe del oyente, éste es el más puro y radical. En el Antiguo Testamento la existencia del pueblo de Israel se decidía frente a la ley de Dios (cfr. Dt 29); en el evangelio de Juan, es toda la existencia humana la que se decide frente a Jesús: por Él o contra Él, fe o incredulidad. 

Jesús, camino que conduce al Padre 

    La persona de Jesús ocupa el centro del mensaje de Juan. Su estilo descriptivo es intencionalmente realista, quizás como reacción contra los que negaban la realidad humana del Hijo de Dios –docetismo–. Una constante búsqueda contemplativa marca la índole interna de su estructura desde el principio hasta al final. Al comienzo, Jesús pregunta a sus discípulos: «¿Qué buscan?» (1,38). Con las mismas palabras se dirigirá a María Magdalena después de su resurrección: «¿A quién buscas?» (20,15). Esta cuestión se plantea a todo lector del evangelio, quien es invitado a dar una respuesta lúcida y llena de fe. 
    Si en Marcos Jesús se revela como Hijo de Dios a partir de su bautismo, y en Mateo y Lucas a partir de su concepción, Juan se remonta a su preexistencia en el seno de la Trinidad. Desde allí, desciende y entra en la historia humana con la misión primaria de revelar al Padre. No resulta sorprendente constatar que este evangelio ejerza una atracción e influencia decisivas entre aquellas personas que se deciden a leerlo con sinceridad y perseverancia. Así lo ha registrado la voz unánime de la tradición. El gran Orígenes manifiesta con ardor su plena estima y veneración: «No es atrevido decir que, de todas las Escrituras, los evangelios son las primicias, y que, de entre los evangelios, las primicias son el evangelio de Juan, cuyo sentido nadie puede captar si no se ha reclinado en el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como madre» (Comentario a san Juan 1,23). 


El camino histórico de Jesús 

    Para captar el alcance de la misión histórica de Jesús que nos presenta Juan, hay que sumergirse en el mundo simbólico de las Escrituras: luz, tinieblas, agua, vino, bodas, camino… Pero, por encima de todo, resuena en su evangelio el «Yo soy» del Dios del Antiguo Testamento que Jesús se apropia reiteradamente. Sobre este trasfondo de símbolos, Juan hace emerger con dramatismo la progresiva revelación del misterio de la persona de Jesús, hasta su «hora» suprema en que se manifiesta con toda su grandeza. Simultáneamente, junto a la adhesión de fe, titubeante a veces, de algunos pocos seguidores, surge y crece en intensidad la incredulidad que provoca esta revelación. La luz y las tinieblas se ven así confrontadas hasta esa «hora», la muerte, en la que la aparente victoria de las tinieblas se desvanece ante la luz gloriosa de la resurrección. Entonces, el Padre y el Hijo, por medio del Espíritu, abren su intimidad a la contemplación del creyente. 

Aspectos literarios 

    El evangelio posee un estilo único, pleno de vigor y vitalidad. Si nos fijamos en la manera concreta en que está redactado, habría que calificar a su estilo como de «oleadas». Habla con la profundidad y la paciencia del mar: refiere una afirmación, la reitera, la vuelve a repetir, y así va progresando el discurso, como olas repetidas que poco a poco van cubriendo la orilla. La obra es imponente en su unidad de concepción y en el vigor de su síntesis teológica. Pero la belleza del evangelio no se limita a la forma, contribuye también a presentar la novedad absoluta del mensaje que transmite: la gloria de Jesucristo, desplegada en nuestra historia, que Juan, el testigo, ha contemplado y que ahora la narra. 
    Es generalmente aceptada la propuesta según la cual su redacción y composición se ha desarrollado a través de cinco estratos: 
1. La predicación oral de Juan, hijo de Zebedeo. Este material de tradición oral abarca las obras y palabras de Jesús. 
2. Los discípulos de Juan, en una gran labor de escuela teológica, meditan, seleccionan, elaboran y presentan la predicación y los recuerdos de su maestro, el apóstol Juan, durante un largo tiempo que cubre varios decenios. 
3. Primera redacción del evangelio. Alguien que llamamos evangelista, un discípulo de la escuela de Juan, reúne todo el material evangélico precedente, y le da una impronta unitaria, coherente y autónoma, a saber, un evangelio. 
4. Segunda redacción del evangelio. Se trata de una edición posterior que pretende responder a las nuevas situaciones y conflictos originados en la Iglesia, como la situación de los cristianos, oriundos del judaísmo, que eran expulsados de las sinagogas por confesar a Jesús (véase el relato del ciego de nacimiento). 
5. Redacción última y definitiva, hecha por una persona distinta a la de la primera y segunda redacción. Este redactor era amigo íntimo o discípulo cercano al evangelista, y ciertamente pertenecía a la escuela de Juan. Ha insertado en la obra ya existente algunos materiales de Juan que él conocía. El añadido de 6,51-58 a 6,35-50. Se le atribuyen algunas inserciones sin contextos: 3,31-36 y 12,44-50 (son pasajes que interrumpen el hilo narrativo). Algunos capítulos los ha cambiado de orden: la resurrección de Lázaro aparece como determinante de la muerte de Jesús. Para ello ha debido adelantar la expulsión de los vendedores del templo (que en los sinópticos aparece como causa de la muerte de Jesús) al comienzo de la vida pública (2,13-22) y ha reagrupado los grandes discursos de Jesús en el discurso de despedida (15–17). También se le atribuyen algunos textos de contenido sacramental (Jn 3,5a; 6,51c-58), la conclusión del capítulo 21 y la denominación de «discípulo amado» a quien había sido su maestro. 
    Esta última redacción se situaría en Éfeso, a finales de los años 90, teniendo como destinatarios los cristianos provenientes, en su mayoría, del judaísmo y separados de éste no por razones de observancia sino por la fe en Jesús. 

La comunidad Joánica 

    Tras la gran guerra judía con los romanos, un grupo de piadosos judíos se retira a Yamnia bajo la dirección de Yohanan ben Zakkay. Allí reconstruyen la herencia del pueblo. Puesto que ya no existe templo, se hace de la Ley el objetivo exclusivo de toda la existencia de Israel. Pero este judaísmo que renace de sus cenizas (nunca mejor dicho, pues aún estaban humeantes las ruinas del templo de Jerusalén) debe afirmar su identidad. Su firmeza disciplinaria está a la medida de su fragilidad. Tiene que consolidarse y hacerse fuerte, incluso intolerante, a fin de poder sobrevivir. Ortodoxia pura y dura es el principio rector que les anima. 
    En estas circunstancias, a partir de los años 80, aparece la «Bendición de los excluidos» (eufemismo para indicar una verdadera maldición). Corresponde a la duodécima de la célebre oración «Dieciocho Bendiciones», también llamada «Tefilá». En ella se condenaba a los herejes, incluyendo sobre todo a los cristianos. Éste es el texto de la famosa «duodécima bendición»:    
    No haya esperanza para los apóstatas, 
    Destruye pronto el reino de la tiranía; 
    y perezcan en un instante los ha-minim (los herejes). 
    Sean borrados del libro de la vida 
    y no queden inscritos con los justos.
    Con la inclusión de esta «bendición» se conseguía descubrir a los «herejes», ya que se les exigía recitarla en voz alta en la sinagoga. Tenían, pues, que maldecirse a sí mismos, excluirse y marginarse. Tal era la sutil artimaña de esta práctica. Sobrevino, entonces, una ruptura que escindió a las dos comunidades pertenecientes originalmente a un mismo pueblo. El evangelio de Juan registra la expulsión de los cristianos de la sinagoga. El relato del ciego de nacimiento (capítulo 9) refleja este dramático conflicto. 
    Los fariseos que están en el poder expulsan a los cristianos de la Sinagoga. Estos cristianos se encuentran literalmente «echados fuera, a la calle» (cfr. Jn 9,34); se hallan de improviso al margen de su comunidad de origen, familiar, social y religiosa. El trauma resulta de una dureza difícilmente imaginable para nosotros. El evangelio de Juan está escrito desde este drama, y sangra por esta herida abierta entre hermanos drásticamente separados. Las relaciones de las comunidades joánicas con la sinagoga farisaica nos muestran sin rodeos que las Iglesias de Juan han nacido no en un espacio paradisíaco, sino en los conflictos, en las polémicas, en las lágrimas y las rupturas. 
    Pero la comunidad no sólo padece la persecución externa, también sufre en su seno las separaciones y divisiones. Las cartas de san Juan se hacen eco de este drama (cfr. 1 Jn 2,18s). 
    La comunidad, sacudida en sus cimientos por el desgaste externo y la controversia dentro de su mismo seno, tuvo que aferrarse a su fe en «Cristo Jesús» para descubrir una razón con la que poder sobrevivir. Los recuerdos de Jesús, transmitidos por el discípulo amado, serán al mismo tiempo su consuelo y su fortaleza: la única verdad o revelación de Dios, la plenitud de vida y de sentido, y el camino seguro para retornar hasta el Padre. En medio de su orfandad, la comunidad encontraba protección en Jesús quien les aseguraba su presencia salvadora: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).

Plan del evangelio: la «hora de Jesús» 

    Es ésta «hora» la que aglutina y estructura todo el evangelio, marcando el ritmo de la vida de Jesús en un movimiento de descenso y de retorno. El evangelista comienza con un prólogo (1,1-18) en que presenta a su protagonista con la misión de revelar al mundo el misterio salvador de Dios. Esta misión es su «hora». Al prólogo sigue la primera parte de la obra, el «libro de los signos» (2–12), que describe la misión de Jesús, principalmente a través de siete milagros con los que presenta la novedad radical de la presencia del Señor en la humanidad: el «vino de la Nueva Alianza» (2,1-11); el «Nuevo Templo» de su cuerpo (2,13-22); el nuevo «renacer» (3,1-21); el «agua viva» (4,142); el «pan de vida» (6,35); la «luz del mundo» (8,12); la «resurrección y la vida» (11, 25). A continuación, la segunda parte de la obra, el «libro de la pasión o de la gloria» (13–21). Ante la inminencia de su «hora», provocada por la hostilidad creciente de sus enemigos, Jesús prepara el acontecimiento lavando los pies a sus discípulos (13,1-11), gesto preñado de significado: purificación bautismal, eucaristía, anuncio simbólico de la pasión. Luego realiza una gran despedida a los suyos en la última cena (13,12–17,26) en que retoma los principales temas de su predicación. Por fin, el cumplimiento de su «hora» y el retorno al Padre a través de su pasión, muerte y resurrección (18–21).

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